lunes, 13 de marzo de 2017

Con cariño

                El último ingrediente de lo exquisito, el que imprime carácter y diferencia lo bueno de lo superior, es siempre el cariño. El premio Solienses, que premia la mejor obra de ficción de un autor de Los Pedroches publicada durante el año anterior, está hecho con mucho cariño y por eso ha trascendido de su ámbito natural, que es la cultura y que es la comarca de Los Pedroches. Pues bien, el premio Solienses de este año ha sido otorgado a mi novela El hombre que amaba a Franco Battiato y, antes de nada, quiero expresar que siento el cariño de todos los que colaboran en su organización.

                Quiero mandarle un abrazo a los otros candidatos, Alejandro López Andrada y Francisco Onieva. Son dos escritores consagrados y sus libros habrían sido tan dignos merecedores del premio, o tal vez más, que el libro que finalmente ha sido elegido por el jurado.

                Elegir entre trabajos literarios es siempre difícil, lo es más cuando has de hacerlo entre obras de distintos estilos y distintos géneros, y lo es más aún cuando conoces a los autores. Todas esas circunstancias se daban en este caso. Por todo ello,  me gustaría tener un recuerdo especial para la imprescindible labor del jurado.

                Por último, quiero agradecer a Antonio Merino, editor de Solienses, la idea del premio y el enorme trabajo que le lleva organizarlo cada año. Su cariño es el muñidor de los demás cariños.

               

lunes, 6 de marzo de 2017

En medio de tanta gente

            El otro día, en la T1 del aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, tuve que estar un buen rato esperando a que abrieran los mostradores de la aerolínea, y un buen rato en la cola de los mostradores, y un buen rato en la cola que zigzagueaba siguiendo el caminito marcado por los postes separadores y las cintas delimitadoras hasta la zona de embarque. Y todos esos ratos, que sumandos dan para mucho tiempo, debí mantenerme de pie.

Los aeropuertos no son para viejos, indefensos o cansados. Lo pensé cuando no encontré ni un solo asiento en la inmensa sala de facturación y venta de billetes, aparte de unos cuantos en una zona reservada para personas con movilidad reducida. El único sitio donde uno podía sentarse, además del suelo, eran las cintas de pesado del equipaje, y junto a ellas ponía bien clarito que allí estaba prohibido.

Los aeropuertos no son para viejos, indefensos o cansados, pero unos son menos que otros, y el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid (al menos la T1) debe de ser de los primeros. Lo digo porque, buscando una justificación a semejante falta de sensibilidad hacia los pasajeros, especialmente hacia los más débiles y necesitados, pensé que la ausencia de asientos se justificaba en la seguridad, como tantas otras limitaciones a que nos tienen acostumbrados los que cuidan de nosotros. Pero hete aquí que, unos cuantos días después, pude sentarme en la sala de venta de billetes de la T1 del aeropuerto Malpensa de Milán, en la que no había muchos, pero sí unos cuantos asientos.

Los aeropuertos son áridos, y son complicados, laberínticos y laboriosos. Los aeropuertos son una metáfora de la sociedad moderna, que es multicultural y multiétnica. Lo son porque, como en la sociedad, para manejarse por sus dependencias es necesario tener buenas piernas, conocer perfectamente las últimas tecnologías y saber inglés. Y lo son porque, como en la sociedad moderna, uno se sabe continuamente vigilado, e incluso registrado, porque debe confiar completamente en las máquinas (que se llevan tus maletas y te transportan por los aires) y porque, en medio de tanta gente que va y viene por todas partes, uno se siente frágil, indefenso y solo.