domingo, 4 de junio de 2017

El cielo

A la vista de las nubes que estaban sobre nosotros y de lo que indicaban los partes meteorológicos, llamé por teléfono a la empresa con la que teníamos contratada una gira astronómica para aquella misma noche, a fin de saber si tendría lugar o no. No me contestaron, y a la hora convenida (poco antes del anochecer) nos personamos en el lugar de la cita, que estaba a la afueras de Breña Baja, como otras treinta personas.

La guía nos dijo que solo había dos puntos de la isla donde el cielo estaba despejado: uno, en una playa, y el otro, en las alturas, y, tras anunciarnos que iríamos al de la montaña, revisó de un vistazo nuestro calzado y nuestro vestuario, para ver si habíamos cumplido con la recomendación de su empresa de ir abrigados por lo que pudiera pasar, y nos dio las instrucciones para formar el convoy de coches particulares y taxis que encabezaría ella. Nos correspondió el segundo lugar.

Breña Baja está muy cerca de Santa Cruz de la Palma y de esta población sale una carretera que empieza a subir enseguida hacia el interior de la isla. Y sigue subiendo. Y continúa subiendo luego. Y sube. Y sube. Sube formando curvas cerradísimas, entre un bosque húmedo y espeso. Sube en busca de las nubes, las atraviesa y sigue subiendo. Sube hasta un lugar tan próximo al cielo que hasta allí se han ido a vivir los que viven de escudriñarlo.

La guía se apartó en un rellano que hay junto a la carretera, y detrás de ella nos apartamos nosotros, y detrás de nosotros se apartaron todos los demás. Ya era noche cerrada y, aunque no hacía frío de pasmarse, hacía frío de pasar frío y el viento soplaba ligeramente. Nos abrigamos como pudimos, con lo que llevábamos y con lo que la guía nos dio, y, tras una breve charla inicial, nos pusimos a mirar el cielo.

Nos pusimos a mirar el mismo cielo que me cubre ahora que escribo esto, el que cubre a los amables lectores de estas páginas, el que cubre a los licenciados, a los doctores, a los catedráticos y a los ignorantes de la vida, el que cubre a los hombres buenos y a los asesinos sistemáticos, a los sanos y a los enfermos, a los poderosos y a los débiles, a los que tienen suerte y a los desafortunados, a los negros y a los blancos, a los judíos, a los cristianos y a los musulmanes, a los heterosexuales y a los homosexuales, a Rajoy, a Puigdemont, a Trump, a Putin y a la señora Merkel, el que cubre los cementerios donde descansan los muertos y las montañas donde descansan los muertos, y los desiertos, y el mar, y el techo del Pentágono y, en fin, los bosques de laurisilva y las plataneras que habíamos dejado más abajo.

El cielo es un espectáculo tan estimulante como desolador al que solo tiene acceso un tercio de la población mundial, según oí aquella noche. Al parecer, ya no miramos al cielo, esa otra forma de ahondar en nuestro interior, sino al móvil, a los escaparates y al asfalto. Ya no miramos al cielo y no sentimos el equilibrio que da su inmensidad. No miramos al cielo y, tal vez por eso, hemos dejado de sentirnos criaturas para creernos hacedores, dioses, todopoderosos, o para creer que podemos serlo y sufrir si no lo somos.


Aquella carretera continuaba hasta el Roque de los Muchachos. Unos días más tarde, subimos por el otro lado con el único objetivo de ver la puesta del Sol. También aquel día había nubes, y también subimos y subimos hasta que las sobrepasamos. En uno de los varios miradores que hay junto a la carretera, muy cerca del punto más alto (que se puede visitar y que visitamos), nos detuvimos para hacer fotos y asistir a ese otro espectáculo que es el anochecer. Sobre la piedra desnuda, a un paso del cielo, nos abrazamos mientras el Sol caía sobre las nubes, y yo me sentí, a la vez, muy grande y muy pequeño. 

La foto es de Juan