lunes, 24 de abril de 2017

Parece mentira



Ayer recibí el premio Solienses 2017 de la mano de su creador, Antonio Merino, por mi libro El hombre que amaba a Franco Battiato, y debo decir que me siento muy honrado. Lo comparto con todas las personas que me leen y con todas las personas que me quieren. Gracias.

Si quieres ver la crónica aparecida en Solienses, pincha sobre la imagen.


martes, 18 de abril de 2017

El pueblo raso

Nos situamos en quinta o sexta fila, frente a la fachada sur de un edificio de la Universidad Internacional de Andalucía y, más concretamente, frente a un cartel ubicado entre dos ventanas del primer piso que anunciaba una exposición de Joaquín Ivars ya concluida, cuyo título temí que fuera premonitorio: “Espectáculos de la frustración”, rezaba con letras rojas. No en vano, como a la inmensa mayoría de los presentes (ya participaran como protagonistas o como público), no nos movía tanto la devoción como el espectáculo.

Nos situamos en quinta o sexta fila aunque llegamos con tres horas de antelación a la plaza Fray Alonso de Santo Tomás, lo que viene a indicar que los que estaban en las filas de delante debían de haberse personado allí en una hora cercana al alba, y probablemente antes del alba los que tenían una ubicación mejor, frente a la parroquia de Santo Domingo de Guzmán o frente a la casi contigua casa de hermandad, si bien algunos de ellos habían tenido la prevención de agenciarse unos taburetes plegables y se hallaban cómodamente sentados y a la sombra que les daban los demás, en tanto el resto, entre los que nos encontrábamos nosotros, aguantábamos el tipo de pie y al sol, que aunque no pegaba con fuerza sí lo hacía con una tenacidad impropia para la época del año.

Nos situamos en quinta o sexta fila y tuvimos suerte, según descubrimos no tardando mucho. Y, de hecho, debimos aguantar la posición como el mejor de los pívots para que los que llegaban después que nosotros no se nos pusieran delante, posición que acabó siendo el espacio imprescindible para respirar y rascarse.

Tuvimos suerte para lo que es el pueblo llano y raso. Lo digo porque he descubierto dos tipos de pueblo llano: el raso, que debe madrugar y aguantar casi enlatado, de pie y al sol, un buen número de horas si quiere estar donde se produce el espectáculo y, el otro, que no pasa fatigas y, además de estar donde se produce el espectáculo, lo goza. Hasta ahora me he referido al primero, pero había también del segundo, y con bastante abundancia de representantes, dada la cantidad de autoridades civiles, militares y religiosas que tenían en el acto una preferencia indiscutible y natural, solo un poco más elevada que la preferencia de la que gozaban otros que no eran autoridades y que se asomaron a ratos a las ventanas y balcones de los edificios que rodean la plaza para vernos a nosotros hasta que oyeron la banda de los legionarios y resolvieron asomarse para disfrutar con plenitud del espectáculo.

El pueblo llano y raso (o raso, a secas) se divierte con cualquier cosa e inventa un chiste donde otros hablarían de tragedia. El pueblo raso no se calienta la cabeza con pros y antis, ya hable de la Semana Santa, del ejército o de la Legión y, a falta de espectáculo afuera, se distrae con sus propias ocurrencias, como hizo allí. Cuando delante de nosotros pasaba alguien con pinta de autoridad, por ejemplo, el pueblo raso aplaudió como si ya estuvieran pasando los legionarios. Y cuando los que estaban asomados a las ventanas del edificio de la Universidad le daban un trago a una lata de cerveza, coreó un ¡ooooooooeee! que iba de menos a más y era seguido de una carcajada general, cuya causa tardó mucho en comprender alguno de los afectados.

Luego, pasadas tres horas y media, oímos a la banda de música y enseguida pasaron los legionarios. Yo los vi relativamente bien porque soy alto. Y, aunque de lejos, oí las distintas músicas del acto, incluido “El novio de la muerte”, y vi por encima de las cabezas de la gente buena parte de los movimientos que los legionarios ejecutan en el traslado del Cristo de la Buena Muerte (o de Mena) desde la parroquia a la casa de la hermandad. Desde mi sitio, el que no fuera tan alto como yo no vio nada. Como uno que tenía al lado, que le dijo a su mujer: “No podremos decir que lo hemos visto, pero podremos decir que hemos estado”.

¿Valía la pena? Carmen y yo lo hablamos poco después, sentados en la terraza de un bar del casco antiguo de Málaga, a la sombra y con el consuelo de una cerveza fresquita a nuestra disposición. Y llegamos a la conclusión de que sí, y no tanto por lo que oímos o vimos donde estaban puestos los focos y se dirigían las cámaras de televisión como por lo que oímos y vimos en su entorno espacial y temporal, es decir, por lo que vivimos. Eso sí, también convinimos en que deberían pasar unos cuantos años para que volvieran a vernos por allí, a menos que dejáramos de ser pueblo raso.


sábado, 8 de abril de 2017

El acompañamiento

En el diccionario de la RAE, la sexta acepción de la palabra “miga” define en plural y dice que “migas” es “pan picado, humedecido con agua y sal y rehogado en aceite con algo de ajo y pimentón”. Por mi tierra, la definición de esa comida se completa con el adjetivo “tostás”, de manera que la definición completa sería “migas tostás”.

El pan es, normalmente, el acompañamiento de la comida, y no solemos prestarle atención, porque por lo común solo sirve para rellenar y empujar, aunque es noble y nutritivo. En las migas, el pan pasa a ser el protagonista del nombre y, sin embargo, incluso ahí lo postergamos, porque en esa comida el verdadero protagonista es el acompañamiento, es decir, los torreznos, el chorizo, la morcilla, el bacalao, las sardinas, los pimientos asados y cualquier otro elemento de similar contundencia, que se sirve en platos independientes para que el comensal vaya reponiendo a su voluntad, de modo que los platos van pasando de mano en mano entre un regocijo natural y compartido.

Las migas eran alimento de gañanes y pastores, de gentes con oficios penosos, que comían cuando podían y gastaban muchas calorías. Ahora, que los oficios tienen otras penas y las calorías casi siempre están de más, las migas y su acompañamiento tienen algo de festivo y se suelen consumir en grupo, para mayor júbilo de quienes se ven limitados otros días por esa servidumbre íntima que va implícita en las dietas.

El acompañamiento de las migas, ya digo, provoca regocijo, especialmente cuando uno ha cumplido cierta edad y siente comiendo una emoción similar a la del pecado. Ver tanto plato prohibido sobre la mesa, del que darás buena cuenta mientras el cuerpo aguante, no puede generar sino una sonrisa generalizada y feliz, orgiástica, escandalosa. 


Pero no os engañéis. Lo mejor de comer migas no es su acompañamiento, por generoso y dilatado que sea, como uno puede deducir imaginándose solo ante una mesa repleta de comida. Lo mejor de las migas, lo que provoca el júbilo y las sonrisas, es otro acompañamiento, el principal, el de quienes nos rodean, el que hace referencia a los que pasan los platos o nos sirven el vino, el de quienes nos cuentan su lucha contra el peso o el colesterol y oyen la nuestra con atención, el de aquellos que están cerca y nos quieren como somos, y nos ayudan, y se ríen y sufren con lo que nos pasa.