sábado, 25 de junio de 2016

Sobre la estupidez*

            La estupidez también tiene sus intelectuales. Y sus líderes. Y sus masas en movimiento. De los documentales de la televisión he aprendido que las masas estaban entusiasmadas con el inicio de la I Guerra Mundial. De los libros de Historia, que los alemanes votaron a los nazis con la creencia de que iban a ser más felices. Son ejemplos extremos de una estupidez que tuvo sus masas en movimiento, sus líderes y unos intelectuales que la justificaron y la extendieron, pero hay más, muchos más, muchísimos más.

            Los ciudadanos tienden a pensar que las urnas son el colmo de la democracia y piensan que cuando son convocados a decidir les están haciendo un favor. No saben que la democracia no está en que el ofrecimiento de la decisión, sino en la posibilidad de rectificar la decisión. La democracia está en votar y en volver a votar al cabo de cuatro o cinco años, para votar al mismo o a otros. Los alemanes votaron a los nazis, por ejemplo, pero ya no pudieron votar más.

            Los ciudadanos tienden a pensar que los referéndums son el colmo de la democracia porque son ellos los que deciden sobre un asunto concreto. Pero cuando un referendo se convoca sobre cuestiones que ha determinado la Historia (con mayúsculas) se le está haciendo un flaco favor a la Historia y a uno mismo. Con los referéndums que quieren enmendar la Historia pasa eso, que se vota y ya no se puede volver a votar, que se vota y de tu decisión debes responder para hoy y para siempre, por ti, por tus hijos y por los hijos de tus hijos.

            Los ciudadanos tienden a pensar que los referéndums son el colmo de la democracia. Pero entre la democracia y la demagogia hay una línea muy fina que nunca captan los que solo ven los trazos gruesos. Por eso los demagogos campan a sus anchas entre las banderas y los himnos, entre las pancartas y los eslóganes, entre, en fin, los más necios y los más cerriles. Los referendos están hechos para las cuestiones simples, sobre las que entiende todo el mundo, pero no para las complejas, sobre las que todo el mundo dice entender, pero no entienden más que unos cuantos, que son los que van dejando su opinión en el estómago de las masas.


            Ahora que tanto se apela al referéndum como sinónimo de democracia, me acuerdo del primero que viví, en 1966, en pleno régimen franquista, cuando se aprobó la Ley Orgánica del Estado con el 95,06% de los votos, me acuerdo de los muchos referéndums que han negado en Suiza el derecho a la igualdad entre hombres y mujeres y de los muchos referéndums convocados para extender los mandatos presidenciales en los más diversos países.


            Y me acuerdo del referéndum que nos ha traído el Brexit, cuyas consecuencias para el auge de los nacionalismos en la propia Gran Bretaña y en el resto de Europa aún están por determinar. Me acuerdo de las consecuencias que para los ciudadanos catalanes y para los nacionalismos existentes en España y en Europa tendría un referéndum en Cataluña. Y me acuerdo de un determinado partido político que en un pueblo de Los Pedroches propuso en su programa electoral convocar un referéndum para ver si debía seguir en su puesto o no el secretario del Ayuntamiento.

           * Publicado en el semanario La Comarca.
           * Las fotos son del muro de Berlín, ejemplo de frontera, de división ideológica y de estupidez humana.

martes, 21 de junio de 2016

Fernández, por mi madre

            Mi madre nunca ha tenido un temperamento alegre, pero ahora, que ya es mayor, está siempre contenta y se ríe por cualquier cosa.

            A mi madre le gusta que escriba en el periódico, no por lo que ponga o deje de poner, sino para ver mi fotografía impresa. “Cuándo vas a escribir, Juan Bosco?”, me dice. Mi madre abre el periódico y me busca. Y lo vuelve a abrir al poco tiempo para verme otra vez, si es que me ha encontrado antes. Y lo deja cerca de sí para tenerlo a mano y verme de vez en cuando.

            Mi madre me pregunta si he oído a mi hermano Miguel en la radio. Y suele preguntármelo de nuevo al cabo de poco tiempo, porque ya no se acuerda que me lo había preguntado antes. Mi madre oye a mi hermano Miguel en la radio y se siente satisfecha.

            Mi madre nos sorprendió hace poco cantando de memoria el himno del cuerpo de ingenieros, en el que hizo la mili su hermano Sebastián. Mi madre tiene mucho oído para la música y entona bien. Mi hermano Eusebio ha debido salir a ella.

            Mi madre se sabe de memoria la canción que mi hermano Eusebio le compuso y quiere que se la cante siempre que nos juntamos la familia. Y quiere que le cante otras canciones, que le cante muchas, porque no se cansa de oírlo.

            Mi madre se siente orgullosa de su marido, de sus hijos, de sus nueras y de sus nietos. Se siente orgullosa de sus hermanos y de sus sobrinos. Y se siente orgullosa de su pueblo.

            Hace unos días, la vi andando por la calle. Ella camina despacio y no va sola más allá de la esquina. Al verme, se le iluminaron los ojos. Me agarró del brazo y me dijo:

            – Mi hijo Juan Bosco está aquí. Y hace un rato he estado con mi hijo Eusebio. Y ahí al lado está en su oficina mi hijo Miguel. Y son todos estupendos. ¡Qué suerte he tenido en la vida! ¡Qué feliz soy!


miércoles, 15 de junio de 2016

En buena compañía

             Los años de la juventud parecen más largos porque los jóvenes llenan sus momentos de emociones. En la madurez, en cambio, las emociones se restringen y el tiempo pasa volando. Por largos y felices que sean, los días iguales le aportan poco a los sentidos, se hacen cortos y no dejan huella, de manera que al cabo de los años se nos figura que hemos atravesado el tiempo sin darnos cuenta, como si cruzáramos dormidos un hermoso paisaje.

            El ánimo y la memoria necesitan de referencias a las que asirse, de algo distinto a lo cotidiano, que siempre degenera en monotonía. Para escapar de la monotonía basta con salir, cuando se está enclaustrado, o con cambiar de aires de vez en cuando.

            Aplicados a esa obligación vital, unos amigos hemos pasado un fin de semana en las costas de Huelva, invitados por Rosa y Luis María. En nuestra memoria quedarán para siempre los horizontes de esas playas inmensas, el atardecer surcando el estuario del río Piedras y la cena en El Andalú, de La Antilla, mientras oíamos al propietario cantar por Manolo García, por Serrat y por El Barrio. Y quedarán para siempre los brindis de agradecimiento y por la amistad.


            Lo sensato es salir por ahí de vez en cuando, aunque sea solo, pero es mucho más agradable cuando se hace en buena compañía.


miércoles, 8 de junio de 2016

El reloj

                Hace tiempo, el Ayuntamiento de Torrecampo descubrió en una de sus dependencias la maquinaria de un antiguo reloj de campana, que enseguida se relacionó con la que había en la torre de la iglesia, derruida hacia 1905 por razones de seguridad, pues estaba muy deteriorada.

                Aquel reloj (este, según parece) tenía una habitáculo protector que era una casita, no muy distinta de la que tienen los gnomos en los árboles de los bosques, por lo que la torre con su reloj parecía la ilustración de un cuento fantástico de Centroeuropa.

Fotografía extraída de la revista local El celemín

                Hasta que se instaló el reloj, el tiempo se medía en Torrecampo a ojo de buen cubero, y la gente normal de entonces fijaba las citas con la imprecisión que siguen estableciéndolas los informales. El reloj añadió al tiempo el rigor que el tiempo lleva en su esencia, de manera que las cuatro empezaron a ser las cuatro en punto y el culpable de un retraso leve empezó a ser considerado un ladrón de instantes.


                El reloj tiene un manubrio largo con el que debía de dársele cuerda, es de suponer que por el campanero, que tal vez fuera también el sacristán de la iglesia. El que le diera al manubrio, en fin, fuera el que fuese, debía de ser muy conocido y valorado en la sociedad local, pues su función era de mucha responsabilidad. No en vano, me imagino a la gente del pueblo mirando el reloj con la misma fascinación que ahora miramos el móvil, aunque supongo que con una frecuencia menor, me imagino al encargado del reloj hablando ufano de su trabajo y me imagino los comentarios que de él se dirían en las tabernas cuando el reloj se parase.


viernes, 3 de junio de 2016

La imaginación

               ¿Imaginan los animales? Supongo que sí. De hecho, juegan cuando son pequeños, y el juego es una representación de la realidad, es imaginación.

                He pensado en la imaginación de los niños, tan abrumadora y tan natural, tan superpuesta con la realidad, y en la imaginación de los mayores, que necesitan soñar cuando están dormidos y de historias ficticias cuando están despiertos: de cuentos a la luz de la candela, de leyendas, de novelas, de películas.

                He pensado qué sería de un mundo sin imaginación. He imaginado una poesía sin símiles y sin metáforas, una arquitectura limitada al diseño funcional, una pintura que no permitía la descomposición de los objetos, un cine restringido a lo documental, un mundo sin fútbol, sin música y sin el pecado de pensamiento.

He imaginado que el Gobierno me prohibía escribir novelas o incluso cosas como esta, que me prohibía leer otros libros que no fueran ensayos, ver películas y contar cuentos a mis hijos, a quienes debía enseñar una doctrina en la que únicamente se permitía la Verdad, y la Verdad era lo palpable, lo que se ve y lo que se oye. Y he imaginado que mis vecinos me denunciaban si se enteraban de que incumplía esas normas, que me juzgaba un jurado de ciudadanos serios y sesudos y que me condenaban a la monotonía y al silencio.


He imaginado un mundo sin belleza, en fin. Lo he imaginado después de escuchar por enésima vez Cuarteles de invierno, de Vetusta Morla. “Fue tan largo el duelo que al final casi lo confundo con mi hogar”. ¿Imaginan un mundo sin canciones como esta?