miércoles, 23 de septiembre de 2015

sábado, 12 de septiembre de 2015

La adaptación*

         En Occidente, el proceso de adaptación de las ofertas a las demandas es relativamente sencillo, dado que se tiene una economía de mercado. Los agricultores y ganaderos lo saben muy bien desde hace mucho tiempo. Así, cuando había pocos cerdos, subía su precio y al año siguiente todo el mundo criaba cerdos, lo que hacía que bajara su precio y, en consecuencia, muy pocos criaran cerdos, con lo que el precio volvía a subir. Lo saben muy bien los industriales, que o fabrican lo que la gente demanda o tienen que cerrar sus empresas. Y lo saben mejor que nadie los que prestan servicios o venden mercancías.

            Los que venden mercancías se han encontrado con una sociedad radicalmente distinta a la que había hace unos cuantos años. Ahora, los medios de comunicación son muy cómodos y muy rápidos y los consumidores pueden ponerse en poco tiempo en un lugar muy lejano. Ahora, los consumidores tienen acceso a una información detallada de las calidades y los precios de casi todos los productos. Y ahora es posible comprar con el móvil en cualquier parte del mundo por un precio muy inferior al que pueden ofertar los comerciantes de vecindad.

            Los que venden mercancías no pueden cortar las carreteras, ni eliminar la información, ni impedir las ventas por internet. Ante esa nueva realidad, los hay que hacen todo lo posible para que la sociedad no cambie y los hay que se suben a la cresta de la ola y se aprovechan de los cambios. Los hay, por ejemplo, que se quejan de que la gente vaya a comprar a la capital de la provincia y hay algunos –como los comerciantes de Fuente Palmera– que se sirven de las mejoras en la accesibilidad para incrementar su potencial vendedor.

            Una de las transformaciones más grandes que se ha producido en nuestra sociedad es la originada por el automóvil, sobre cuyas condiciones, por obvias, no hace falta extenderse. Como los consumidores van a comprar con el coche, se han creado inmensos centros comerciales con grandes aparcamientos, en los que hay un enorme establecimiento y, alrededor de él y en cierta manera a su amparo, un comercio especializado que ofrece el detalle y la calidad que no puede ofertar el primero. Este nuevo modo de comprar ha puesto en verdaderos aprietos al comercio tradicional, que no reaccionó al principio, y que lo hizo luego intentando cambiar a la sociedad, en lugar de adaptándose a ella, es decir, lo hizo presionando a las autoridades para que de un modo o de otro se dificultara la oferta que brindaban los grandes centros comerciales. Fue inútil, claro, porque eso iba contra las demandas de los propios consumidores.


            Pero la presencia omnímoda de los coches ha congestionado las ciudades y ha acabado por cansar a la gente. Por eso, en paralelo al afán por usar el automóvil para los desplazamientos medianos y largos, ha surgido otro por usar la bicicleta y las piernas como un medio de transporte alternativo en los desplazamientos pequeños, así como por pura realización personal. No hay más que ver la cantidad de personas que salen a correr o, simplemente, a dar un paseo, ya sea por prescripción médica o por mero placer, para darse cuenta del cambio que se ha operado en la sociedad, que vuelve a humanizar lo que había acabado siendo inhumano, esto es, el centro de las ciudades.

            Como es la sociedad la que va en esa dirección (bien es cierto que bajo el liderazgo de quien lo ejerce naturalmente, que en la democracia son sus autoridades), los comerciantes de vecindad han resuelto en casi todas partes sumarse a la iniciativa. Han considerado, en fin, que una calle no puede competir en fluidez de tráfico con una carretera ni puede hacerlo en aparcamientos con un parking. Han visto que en esa lucha tienen todas las de perder y han optado por llevar la batalla a su terreno, que es el de unir la compra al placer de disfrutar con lo que se hace. Por ejemplo, el diario Córdoba del 4 de septiembre pasado recogía la pretensión de los centros comerciales abiertos de Ciudad Jardín, La Viñuela y Santa Rosa, todos en la ciudad de Córdoba, de peatonalizar distintas calles de esos barrios.

            Los comerciantes de vecindad se han dado cuenta de que ni internet ni los grandes centros comerciales generan placer y están procurando convertir a sus calles en un lugar agradable, en el que pasear, en el que hablar, en el que jugar y en el que tomarse tranquilamente un café o una cerveza. Eso es lo que están solicitando a las autoridades porque saben que, además de grandes centros comerciales en las afueras, es eso lo que demandan los ciudadanos. Y porque saben que cuando los ciudadanos se hallan a sus anchas, consumen más.

            Los comerciantes de Pozoblanco se encuentran inmersos otra vez en un dilema, a cuenta ahora de la implantación en un lado o en otro de un centro comercial. No quiero entrar en el contenido concreto del problema, aunque puede afectar a muchas familias. Lo que me interesa de verdad es apuntar cómo se mueve la sociedad, también la nuestra, por si a alguien le fuera de provecho. Ya sé que es complicado retomar el debate sobre la peatonalización, pero el caso es que estuvo muy condicionado políticamente y que se cerró en falso. En el fondo de lo que pasa ahora está el tratamiento que se quiera dar al centro de la ciudad. Y en la mano de los propios comerciantes está el esfuerzo inútil para intentar cambiar la sociedad o la labor mucho más fácil de adaptarse a ella.

              * Publicado en el semanario La Comarca

jueves, 10 de septiembre de 2015

Braunschweig

            Durante la mañana, Carmen y yo salíamos a andar por Braunschweig  y a tomar fotos de lo que veíamos, especialmente de lo que más nos llamaba la atención. Nosotros somos de un país de secano y Braunschweig tiene un río de aguas tranquilas que se puede recorrer en canoa y un montón de parques donde la hierba está verde y los árboles son enormes. Y en los parques había mucha gente.

            A mí siempre me ha llamado la atención la gente.


            La gente es muy parecida en todas partes, aunque hable en otro idioma, cocine sin aceite y casi nunca coma jamón. La gente que hay en otras partes tiene los mismos sentimientos que nosotros, sufre y se alegra como nosotros y siente el dolor de los que tiene más cerca, como nosotros.

            No parece que sea tan ocioso recordarlo, según son las noticias que dan los telediarios. Ni parece tan obvio repetir que es el fanatismo (no la raza, ni la religión, ni el sexo, ni la nacionalidad) lo que nos hace a los unos distintos de los demás. Y parece prudente proponer que examinemos críticamente nuestras propias opiniones, por si tras la solidez de nuestras creencias anida en realidad un fanático.


miércoles, 2 de septiembre de 2015

Hanóver

Estábamos cansados y nos sentamos en un banco que había entre dos contrafuertes del testero sur de la Marktkirche, la iglesia de Hanóver junto a la que hay una imponente estatua de Martín Lutero. Cerca de nosotros había una pequeña librería de madera con puertas de cristal y, un poco más allá, otro banco en el que se sentaba una pareja.  Antes de que yo le preguntará, Juan me dijo que aquellos libros eran de acceso público y creo recordar que yo le hablé de cierto viaje que hicimos por la Selva Negra y lo que me llamó la atención que en el pequeño pueblo en el que residíamos los comercios se dejaran en la calle durante toda la noche los productos que ofrecían a la venta.

En el corto plazo que estuvimos sentados, se acercaron dos personas que levantaron el cristal y dejaron varios libros antes de llevarse otros. Ya ven qué simple y qué extraordinaria es la cosa.