sábado, 30 de mayo de 2015

El sentido común*

             Basta con echarle un vistazo a los programas electorales de las distintas formaciones políticas que han participado en las pasadas elecciones locales en Pozoblanco para darse cuenta de que todos ellos tienen muchas propuestas en común. Si los tienen todos, también los tienen los programas de las tres fuerzas que aspiran a gobernar (PSOE, PP y Pe+). En consecuencia, no debería ser muy complicado que al menos dos de ellas se pusieran de acuerdo para sacar adelante un gobierno que contara con mayoría absoluta.

            La complicación para llegar al acuerdo, por tanto, no puede venir de los programas, sino de los sillones, es decir, de la cuota de poder que se repartan los grupos coaligados y de las retribuciones personales que acuerden para ellos mismos. Como el grupo político que da y quita es el Pe+, hacia él se dirigirán las ofertas de los otros dos, que serán de aspectos relacionados con lo que debe hacerse en el pueblo pero serán también de número de concejalías y de retribución de los concejales.

            Cuando alguien recibe varias ofertas por una cosa o por un servicio, tiende a subastar lo que quiere vender. El Pe+ recibirá al menos dos ofertas, y puede sentir la tentación de subastar su apoyo concediéndole más importancia a los sillones y a lo que suponen económicamente que al contenido de los programas. Como es mucho mejor estar un poco en el gobierno que todo el tiempo en la oposición, puede, incluso, que los partidos que buscan su apoyo prefieran perder dos años de alcaldía antes que perder los cuatro y le ofrezcan la alcaldía para media legislatura.

            La plataforma ciudadana Pe+ se ha presentado a las elecciones argumentando que hacía falta un cambio, y que ese cambio era fundamentalmente de sentido común y ético. Ahora puede probar lo que nos decía. Todos tendemos a justificar lo que no debemos hacer (a no pagar el IVA, por ejemplo) con mil y un argumentos, el principal de los cuales es “si lo hacen otros, porque no lo voy a hacer yo”. Todos esos argumentos sirven para justificarnos nosotros, pero no los ven los demás, salvo que les afecten a ellos. Si el grupo Pe+ nos prometía un cambio, no debería repetir los errores del pasado, no debería buscarse argumentos para hacer lo que no debe, porque los ciudadanos no lo íbamos a entender.

            Espero que ahora, que cuatro de sus componentes están en el Ayuntamiento, los dirigentes del Pe+ no se sientan tentados de aplicar el sentido común de los partidos tradicionales, que es un sentido común distinto del que ellos nos prometieron. 

          * Publicado en el semanario La Comarca

martes, 19 de mayo de 2015

La sementera de un pobre

                Tiene la barba como la sementera de un pobre, se decía cuando yo era chico de las barbas ralas de los adolescentes. Paseando el domingo pasando con los amigos, me acordé de aquella expresión que no oía desde hacía mucho tiempo. Andábamos entre campos de cereales, por unos parajes no muy alejados de los que cultivó mi familia materna, de los que por aquí se conocen como de serrezuela, con un tomo de tierra tan escaso que un tío mío decía que se secaban con la luna.


                No el calor de la luna, sino el de un sol de justicia hemos tenido durante la semana pasada, y los campos se han secado de golpe, en unos pocos días. Como ocurre siempre, los campos de los ricos se han secado con más grano que los campos de los pobres. Antes, las consecuencias de tener una tierra buena o una tierra mala eran muy distintas de las consecuencias que hay ahora. Si tenías una tierra mala y el año venía bueno tenías para vivir más o menos dignamente e ir tirando. Si tenías una tierra mala y el año venía malo, podías aguantar a base de fatigas, sin médico ni medicinas, comiendo lo imprescindible y poniéndole remiendos a la ropa.


                Pero peor aún lo tenían los que no poseían tierra, ni buena ni mala, si el año venía malo. Esos debían atravesar el tiempo de escasez con la misma determinación que se franquea un océano de arena, y salían de él enjutos y desesperados, si salían.


Conviene que no se nos olviden las miserias del pasado para saber de dónde venimos y valorar lo que tenemos. Lo digo porque con tanto mirar atrás para ensalzar a los pastores, a los esquiladores, a los aceituneros, a los segadores y a otros oficios antiguos y, con ellos, a las tradiciones y a lo ancestral, podemos sentir la tentación de añorar el pasado. Y en nuestro pasado están los piojos, el analfabetismo, la resignación, la injusticia, la suciedad, la oscuridad, la enfermedad, el hambre y el miedo. No en el pasado del año la nana y de unos pocos, sino en el pasado reciente y de la mayoría.


Tener asistencia médica gratis, una escuela pública y una pensión de jubilación pueden parecer ahora lo más natural del mundo, pero son conquistas de hace bien poco tiempo. No se nos debe olvidar esto porque se han conseguido a fuerza de sacrificios de nuestros antepasados y a fuerza de sacrificios nuestros se mantienen. Bueno, a fuerza de sacrificios nuestros y de deuda pública. Es decir, que buena parte de nuestro bienestar de hoy lo heredamos de nuestros padres y otra buena parte tendrán que pagarlo nuestros hijos.


Como la juventud es la mejor época de la vida, tendemos a añorarla, y con ella a añorar todo lo que la rodeó. No en vano, decimos “¡qué tiempos aquellos!”, con nostalgia, cuando deberíamos decir “¡qué juventud aquella!”. Del pasado, sin embargo, no es oro todo lo que reluce y, además, no se puede cambiar. No seré yo el que reniegue de quienes nos precedieron ni de sus sacrificio, pero creo que el mejor homenaje que podemos hacerle a ellos es trabajar por el futuro, que sí se puede cambiar, para lo que quizá no se dispongan tanto medios ni se tengan tantas fuerzas. Recordarlos, sí, pero en su contexto, que no se nos olvide el contexto. No vaya a ser que con tanta fiesta, tanto museo y tanto día conmemorativo se nos olvide lo esencial.


Sobre el paseo que dimos por el sur de Alcaracejos, dejó el plano del recorrido y advierto que el tramo en que la ruta va a la vera del río Cuzna tiene alguna dificultad, por lo alto de la hierba, que cuando esté seca debe de ser un obstáculo considerable, además de ser un nido de culebras.

sábado, 16 de mayo de 2015

Vender la moto*

            Para ganar unas elecciones no hace falta ser un buen gestor, sino ser un buen vendedor. Y un buen vendedor de sí mismo, además. Como lo de la gestión viene después de las elecciones, los buenos gestores que no saben venderse no llegan a gestionar nunca. En cambio, los malos gestores que saben venderse ganan las elecciones y gestionan la cosa pública, para desgracia de los ciudadanos.

                Cuando los ciudadanos son listos, no se fían de la sonrisa de las fotos del candidato, ni de lo bien que hable, ni de las promesas que les haga. Es más, cuando los ciudadanos son listos, sospechan de aquellos que quieren venderle la moto por mucho menos de lo que vale, porque saben que nadie da duros a peseta. Cuando los ciudadanos son listos, sospechan tanto de los currículos dudosos o inflados como de los que quieren que les pongan la medalla de la humildad.

                Yo siempre he sospechado de los vendedores que necesitan hablar mal de los productos de la competencia, porque parece que no valoran lo suyo más que por la comparación que hacen con lo peor de los otros. Y siempre he sospechado de los regalos que dan los bancos para que te abras una cuenta, porque los bancos no son tontos y por algún lado les tiene que ir la ganancia.

                Una vez le oí a un amigo decir que, cuando iba a comprar un producto, siempre se planteaba los precios a partir del segundo más barato, porque desechaba por sistema el más barato de todos. A mí me pareció bien la costumbre y, salvo excepciones, la práctico desde entonces. Lo más barato, a fin de cuentas, solo es lo que menos cuesta. Y lo que menos cuesta suele ser lo que menos vale. Como el que mejor conoce al producto es el vendedor, si le pone un precio demasiado bajo o es porque no lo valora lo suficiente o es porque se lo quiere quitar de encima de cualquier manera, y será por algo.

                En los programas electorales hay un mogollón de promesas. Y todas son gratis. Como lo gratis es lo que menos cuesta, es lo que menos vale. Vale tan poco, que en realidad no vale nada. Por eso solo veo los programas electorales para ver a quien no debo votar. Si me ofrecen el oro y el moro, pienso que me están tomando el pelo y les niego mi voto. Especialmente si los que me lo ofrecen ya lo podían haber hecho antes, porque tuvieron la oportunidad.

                No he visto en ningún programa prometer que se subirán los impuestos, salvo los que prometen que se los subirán a los ricos, lo que es tanto como decir que se los subirán a otros, siempre a otros. Y no he visto a ningún político hacer lo que se dice que hacen los buenos comerciantes de Pozoblanco, que te mandan a un comercio de la competencia si ellos no tienen el producto que les pides, con tal de que el dinero se quede en el pueblo. Más bien parece lo contrario: con tal de que no gane el otro comerciante, son capaces de dejar que el cliente se quede con la necesidad o acabe yéndose a otro pueblo.


                Lo que le interesa al ciudadano, en fin, no es un buen vendedor de humo, sino un buen gestor de la cosa pública. Algunos ya sabemos cómo gestionan cuando están en los ayuntamientos y sabemos cómo son. De otros no tenemos más referencias que lo que han hecho en la sociedad y las palabras con que se presentan. No parece mucho, pero algunos indicios dan. Por ejemplo, entre los que prometen más subvenciones y los que exigen más sacrificios, yo me quedaría con los segundos, que se parecen más a lo que demandaría de sus hijos un honrado padre de familia. Luego, cada uno que haga lo que quiera, que así es esto de la democracia. Pero que conste que el pueblo también se equivoca, y que luego tenemos que apechugar todos con las consecuencias.


        * Publicado en el semanario La Comarca

martes, 12 de mayo de 2015

Las vacas

                Estuve jugando el tenis de mesa con un amigo durante unos pocos años. Jugábamos un par de días a la semana, los dos solos, a razón de una hora diaria. Y lo hacíamos con todo el ahínco de que éramos capaces, por el puro acicate del juego y porque a ninguno de los dos nos gustaba perder.

            Hace unos cuantos días se lo recordé, y le recordé que algunas veces, cuando yo iba por delante en el marcador, paraba el juego y me reía para disfrutar de ese momento, porque sabía que mi amigo jugaba mucho mejor que yo y al final me acabaría ganando.

            “Es como la vida”, le dije el otro día de una forma, tal vez, grandilocuente. “Es mejor reírse mientras las cosas nos vayan bien, porque al final de todo siempre nos irá mal.

            No sé por qué me he acordado de eso ahora que he visto la fotografía de las vacas que hice el domingo pasado en el paraje El Torno, de Villanueva de Córdoba, mientras Rafael y yo hacíamos una ruta que la asociación Guadamatilla tiene colgada en el wikiloc. Las vacas de leche son unos seres concebidos artificialmente para dar ese líquido esencial en un recinto escaso y fabricar, sin el placer del sexo, hijos de los que no disfrutarán. Casi siempre pienso en eso cuando las veo. Pero estas no eran vacas de leche, sino de carne. Es más, aún eran novillas.

            Eran novillas y, tras moverse juntas por una extensa cerca en la que abundaba la hierba, se habían parado frente a nosotros, no para pedirnos alimento, como hacen algunas que nos confunden con su dueño, sino para observarnos (que es mucho más que mirarnos), como si estuvieran pensando y al pensar se interrogaran acerca de algo que nos afectaba, tal vez con un punto de superioridad.


            ¿Ignoraban el encanto del momento? Esas novillas que nos observaban serán pronto carne de ternera. En realidad, son ya un montón de filetes bien repartido, que aún palpita y siente. 


jueves, 7 de mayo de 2015

Un buen acuerdo

               Entre Vélez Málaga y Torre del Mar se construyó hace algunos años una línea de tranvía que estuvo en servicio hasta el año 2012, y las vías se ven ahora junto al paseo que une a ambas localidades, como un símbolo de lo que ocurre cuando se empieza el rábano por las hojas, igual que lo son las inútiles vías del servicio tranviario de Jaén. Para ser justos, sin embargo, hay que citar también el gran acierto del paseo mismo, que discurre a ambos lados de la carretera bajo el amparo de dos líneas de árboles en cada margen.


                Los turistas de Torre del Mar, que son caminadores por naturaleza aunque tengan hábitos sedentarios el resto del año, harían bien en hacer el camino que va desde esa pedanía costera hasta Vélez Málaga, el núcleo matriz, especialmente en estos días de primavera. Son unos cuatro kilómetros, no más, que, salvo algunos tramos más expuestos a la furia de sol, se recorren con soltura, y el premio, aparte del caminar mismo, es gozar de esta bonita ciudad, cuyo centro está declarado monumento histórico-artístico.



                En Vélez Málaga, los turistas más valientes (o los que hayan ido en coche) pueden subir por una empinada pero cómoda cuesta hasta el cerro de San Cristóbal, que es uno de los dos que emergen en el casco urbano, visitar la ermita de la Virgen de los Remedios y disfrutar con el paisaje. Desde el completo mirador que es la llana cima del cerro, se ve el pueblo a los pies, pero también las altas cumbres de la sierra de la Almijara y, antes de ella, los montes que forman la Axarquía, que en los últimos años se han poblado de chalets, la mayoría de ellos de dudosa legalidad o, directamente, ilegales. También se ve, hacia el Sur, el mar, y hacia el Noroeste, el cerro con las ruinas de la alcazaba, entre los que sobresalen los restos de la torre del homenaje.


                Entre el cerro de San Cristobal y el de la alcazaba no hay mucha distancia, así que al turista que ha subido al primero se le suponen fuerzas bastantes como para subir al segundo. Si lo hace, disfrutará de las recoletas calles del casco viejo, de los bien cuidados jardincitos que asoman entre las ruinas y de otra vista espectacular de la hoya de Vélez y de cuanto la circunda. Luego, el turista haría bien en descansar en la terraza de alguna taberna, que suele ser el más hospitalario de los sitios, antes de emprender el camino de vuelta.


                Para ser justos, además, debo destacar el buen acuerdo que tuvo quien decidió construir el paseo marítimo de Torre del Mar, uno de los más largos, más anchos y más bonitos que conozco, por el que –aquí sí– caminan a diario casi todos los turistas y muchos de los residentes habituales de esa localidad. Además, junto al paseo, dentro de la playa, alguien ha tenido el buen acuerdo de compactar la tierra y de ese modo trazar una senda a la misma vera del agua, que ahora podemos disfrutar todos los ciudadanos. Todos los ciudadanos, insisto, aunque ellos no sean muy consciente de ese privilegio.



                Es verdad que hay lugares más acogedores, como son los de la costa, en los que un paseo tiene siempre un gran potencial. Pero no es menos cierto que un paseo es siempre un acierto, esté donde esté. Ahora que se aproximan las elecciones municipales, me gustaría que los que aspiran a gobernarnos fueran conscientes de ello. Uno no puede sentir envidia de los paseos marítimos, porque es de tierra adentro y le pone límites a sus anhelos, pero siente envidia de esas otras localidades en las que se puede caminar largo trecho sin el agobio de la circulación de vehículos. Ciudadanos que andan hay muchos, y ni todos ellos están dispuestos a echarse a los caminos para andar ni muchos podrían hacerlo, aunque quisieran. Estaría bien que los programas electorales recogieran esa aspiración ciudadana que se demanda en silencio, porque quienes la practican no están organizados. Y estaría aún mejor que los ciudadanos premiaran con su voto a los que se la ofertan con la voluntad de cumplir sus promesas. 


martes, 5 de mayo de 2015

Tiempo y representación*

            No es infrecuente oír a los gobernantes hablar del mucho tiempo que le dedican al ejercicio de la función pública. Sin embargo, si repasamos lo que habitualmente se entiende por esa labor y, en consecuencia, si nos detenemos a rastrear las ocupaciones con que llenan su tiempo, descubriremos las horas y horas que emplean en actos ajenos a la concreta gestión de la cosa pública, en actividades que tienen más que ver con la representación. Muchas de estas actividades son organizadas por el propio ente público o por otro ente público que lo invita, y a ellas acude el gobernante atribuido, supuestamente, de la potestad de representación de la entidad, lo que en los regímenes democráticos es tanto como decir que asiste representando a todo el pueblo. No es una actividad ajena a la polémica, pues en algunas ocasiones se confunde la representación del pueblo con la actividad partidista o con la representación de una parte del pueblo. Por ejemplo, a la luz de lo que en materia de libertad religiosa expresa nuestra Constitución, es evidente que el Alcalde representa más al pueblo cuando entrega una distinción a la patrona de la localidad que cuando, ejerciendo de alcalde pero por su espontánea voluntad, va detrás de una imagen religiosa cualquiera.

            Actos representativos hay muchos y de muy diferente cariz. Por supuesto, los hay relacionados con las infraestructuras, cuya primera piedra puede colocarse a la vista de las cámaras de televisión y cuya inauguración debería ser una fiesta ciudadana y es, normalmente, una convención de fotógrafos citados por el político inaugurador. Y los hay relacionados con multitud de ocupaciones culturales, deportivas, sociales, lúdicas, etcétera, dadas las numerosas actividades de todo tipo que generan las Administraciones Públicas. No hay más que echar un vistazo a los medios de comunicación para reparar en la cantidad ingente de actos de todas clases que organizan en una zona concreta el conjunto de las Administraciones, a muchas de las cuales asiste el gobernante y, en consecuencia, en las que emplea un tiempo que no puede estimarse como de gestión.

            Pero es que, además, no es infrecuente que asista con función representativa a los actos organizados por la sociedad civil, que también son muchos, muchísimos, y casi todos cuentan con algún tipo de ayuda de la Administración, especialmente de la Municipal.

            Que la sociedad está cada vez más ocupada por los políticos es un hecho, pero esa realidad tiene enjundia suficiente como para merecer un artículo aparte. Lo que viene al caso ahora es apuntar que gran parte del tiempo de nuestros gobernantes se emplea en la asistencia a actos organizados por la sociedad a través de las asociaciones privadas que la vertebran, cuyos dirigentes se sienten orgullosos si cuentan en la mesa presidencial con el político de turno o, al menos, si cuentan con los políticos de turno ocupando las primeras butacas del local.

            Como se ha extendido la idea de que solo ha triunfado lo que ha sido multitudinario, tanto en la asistencia como en la repercusión, a los actos debe asistir mucha gente (las cifras de asistencia que se anuncian son, algunas veces, verdaderamente cómicas), se deben alargar todo lo que se puedan y se les tiene que dar la máxima difusión. De esta forma, la propia sociedad ya no se conforma con celebrar el acto, sino que además el acto se pregona y se presenta, cuando no se presenta el cartel anunciador. Ello ha supuesto una hiperinflación de acontecimientos sociales que se tienen por otra cosa (por culturales o deportivos, por ejemplo), totalmente prescindibles, a los que frecuentemente asiste el gobernante revestido, teóricamente, de su potestad de representación.

            Si para un político es difícil separar lo particular (partidista) de lo general (público), no debería serlo tanto para los dirigentes de las asociaciones, a no ser que crean que les deben algo al político o que pueden sacar algo de él, lo que a fin de cuentas acabará siendo lo mismo. Lo ideal, por tanto, es que, salvo excepciones, los actos de la sociedad sean de la sociedad, solo de la sociedad, que estén presididos por los dirigentes de la sociedad y que a ellos asistan los políticos a título particular, no haciendo uso de su potestad representativa. Como regla general, el tiempo que los gobernantes le dedican a la representación, especialmente cuando actúan en actos de la sociedad civil, estaría mejor aprovechado si se lo dedicaran a su familia y a sus amigos.


* Publicado en el semanario La Comarca