sábado, 25 de enero de 2014

La lucidez del aguafiestas

                Acabo de ver en la dos un documental sobre la relación entre Hitler y Mussolini que ha sacado numerosas veces a los dos dictadores paseando ante multitudes con los brazos levantados y totalmente entregadas a ellos. El manejo de ideas tan fácilmente identificables como propias y, sin embargo, tan fáciles de llenar de contenido por los embaucadores, como nación, libertad o pueblo, mezclado con signos exteriores identificadores, como himnos, como banderas o como uniformes, hicieron que las masas estuvieran formadas por personas fanáticas o, por lo menos, ciegas, y que siguieran comportamientos que ahora nos parecen increíbles, que iban desde el principio contra sus propios intereses y llevaban irremediablemente a su autodestrucción.

                Hace poco vi otro documental sobre la I Guerra Mundial, de cuyo inicio se cumplen ahora cien años. Lo que más me llamó la atención de aquel programa fue la alegría con que la población se tomaba el estallido de la contienda. Montones de jóvenes de todos los países involucrados se alistaron voluntarios inmediatamente, como si ir a la guerra fuera ir de paseo y, sobre todo, como si las ideas que le habían inculcado quienes los llevaban al matadero fueran las únicas posibles en sus sociedades.

                Los líderes son capaces de llevar a las masas ciegas por los caminos que quieran, sea en la democracia o fuera de ella. Los ciudadanos no se dan cuenta de que no piensan por sí mismos, ignoran casi siempre que su pensamiento es el fruto de la mala educación y de la propaganda pura y dura a que se ven sometidos por los dirigentes políticos y por quienes comparten con ellos intereses, que casi siempre son distintos de los suyos. Prefieren a los grandes oradores, a los que les hablan de un futuro de más felicidad y menos trabajo, que a los que se limitan a trabajar por el día a día y les piden que trabajen. Los ciudadanos quieren vivir con ilusión y, por eso, se dejan seducir por los aventureros de la política antes que por los que les muestran un camino lleno de sacrificios. Y los ciudadanos se encuentran más cómodos en el porvenir del colectivo (pueblo, nación, patria) que en el porvenir que sólo depende de ellos.

                La lucidez es un bien escaso siempre, y es un bien a proteger. Ante el paso del duce, alguien tuvo que darse cuenta de que aquel arrebato nacionalista era el manejo de un tirano. Ante las filas de muchachos que se apuntaban para ir a la guerra, alguien tuvo percatarse de que el verdadero enemigo de la sociedad eran sus propios dirigentes. Siempre hay alguien que aparta la cortina de los sentimientos inculcados y las ideas que se asumen como propias pero son producto de la propaganda y ve más allá de lo evidente. Los individuos constituidos en ciudadanos, especialmente cuando pierden su personalidad para sumarse a los movimientos de masas, deberían escuchar a quien les recuerda que antes de nada deben ser ellos mismos.

                Los lúcidos no son bien recibidos por los líderes, porque desmontan sus manejos, ni son bien recibidos por las masas, que al oírlos pierden la alegría con que van cantando hacia el abismo. Los lúcidos, en fin, son unos aguafiestas. Eso es lo que viene a expresarse una y otra vez en Todo lo que era sólido, el libro genial de Antonio Muñoz Molina, un hombre lúcido donde los haya.

                Debo decir que empecé a subrayar lo importante del libro y que pronto me di cuenta de que debía subrayarlo todo, porque todo en él es importante y porque cada una de las líneas tiene una enjundia digna de recordarse y de aplicarse. Todo el libro, en fin, es una claraboya que entra en el conocimiento propio e ilumina lo que está dentro de nosotros con una luz cegadora. Por eso no me he propuesto hacer un resumen de él ni un comentario porque no creo que lo consiguiera sin quitarle mérito. Explica lo que ha pasado en España y lo que está pasando todavía. Y como él proviene del campo de la izquierda, resulta especialmente clarificador para quienes se autoproclaman de izquierdas.

                Deberían tenerlo como libro de cabecera los dirigentes políticos. Debería estudiarse en las escuelas. Y deberían leerlo y asimilarlo todos los ciudadanos, especialmente los que están dispuestos a salir corriendo, a voz en grito, detrás del primero que enarbole una bandera. 

martes, 14 de enero de 2014

El tajo

                No son muchos los que se asoman a estas páginas, pero son más de los amigos que tengo, e incluso más de las personas que podrían acercarse a ellas por compromiso hacia mí o por curiosidad. El suministrador del blog pone a disposición de quienes tenemos uno aquí ciertas estadísticas comunes, entre las cuales está la que hace referencia a los países de origen de quienes nos siguen. Por eso sé que entra gente de muy lejos, gente sobre la que a veces me hago preguntas tales cómo qué le llamará la atención de lo que escribo o de lo que fotografío y si, después de haber visto alguna de estas entradas, volverán a esta página o no.
                Yo siento mucho respeto por quienes leen lo que escribo, sean de aquí o de allí, de esta o de aquella manera de pensar. Siento tanto respeto por ellos que casi siempre me da vértigo apretar el último botón, que es el de “publicar”. No quiero escribir sobre cualquier materia ni de cualquier modo. Quiero que lo que se pone a disposición de quien tan amablemente se digna leer lo que escribo sea lógico y esté puesto de la forma más eficiente y agradable posible. Otra cosa es que lo consiga.
                Tal vez sea pecar de petulancia, pero pienso que algunos de los que siguen esta página esperan de ella que yo escriba sobre algo más que de las flores y de los pájaros. Mi opinión no se hace pública con el ánimo de convencer a nadie (muchas veces ni siquiera yo estoy muy seguro de ella), sino para que sea una más de las muchas que andan por ahí, por si puede servirle a alguien para formarse su propia opinión.
                Precisamente porque mi opinión puede servirle a alguien es por lo que a veces me siento obligado a emitirla. Entonces, digo lo que pienso, aunque de la forma menos dolorosa posible. Digo lo que pienso porque, de no hacerlo, no me encontraría bien, como tampoco me encontraría bien si lo hiciera provocando un dolor innecesario. Y digo lo que pienso después de pensarlo (y no es un pleonasmo inútil).
                Decir con educación y respeto lo que se piensa, después de pensarlo, me parece un ejercicio necesario para uno y para la comunidad en la que se vive, especialmente en momentos como el actual, en el que hay mucha gente diciendo a voz en grito, de la manera más grosera y sin pensar lo que piensa, que, por cierto, siempre es lo mismo, por lo que ya se sabe lo que van a decir cuando se enfrentan a un problema cualquiera mucho antes de que lo digan.
                Como es un ejercicio para la comunidad, el pensamiento libre, libremente expresado, debe incentivarse. El pensamiento libre no está comprometido con un partido, ni con un movimiento, ni con una teoría, ni con una idea o un grupo de ideas, ni siquiera con unos valores. El pensamiento libre sólo está comprometido con la libertad de pensamiento (y tampoco aquí el pleonasmo es inútil). Por eso mismo es crítico por definición. E imprevisible.
                El pensamiento libre libremente expresado es tan necesario como el ejercicio del poder. Sin él, no hay crítica. Puede haber bulla, griterío, pataleo y coros a favor y en contra, puede haber aduladores y criticones, pero no crítica. Y la crítica es consustancial con la democracia. Por eso no se puede intentar silenciar a quien ejerce responsablemente la crítica con el argumento de que hay que actuar más y criticar menos. Hay que actuar mejor y hay que criticar mejor.  Y para actuar mejor es imprescindible la crítica, empezando por la propia, la autocrítica. Lo mismo que para criticar mejor hay que pensar sin juicios previos, expresarse con el máximo respeto hacia las personas e ir al fondo del asunto.

Al que pone el dedo en la llaga, al que apunta dónde está el error, al que dice cuál es a su juicio el camino erróneo y cuál el atinado no se le puede decir “ahí está el tajo, ponte tú, a ver si lo haces mejor”, porque hay muchas clases de tajos y muchas formas de dar la cara. Porque hay que dar la cara no soy partidario de los anónimos. Entre criticar en los bares o embozado tras el seudónimo y hacerlo públicamente, con el nombre y la fotografía, asumiendo las consecuencias del error y que te puedan retirar el saludo hay una diferencia sustancial. Como tampoco soy partidario de las polémicas, creo que también hay una diferencia sustancial entre criticar por sistema y hacerlo con responsabilidad.
Entre las conversaciones que tuvimos el otro día, una que salió a colación fue esta. Y esta fue mi opinión, poco más o menos. Íbamos por el camino de la Marmota, que parte de la carretera del Cerro de las Obejuelas y acaba, ocho kilómetros más adelante y después de un recorrido espectacular, en el río Gato, que hasta poco antes de allí se llama Guadalcázar. La mañana estuvo nubosa, pero no llovió. Aunque la temperatura era buena, la vuelta se nos hizo un poco pesada. No en vano, entre el río y la carretera hay un desnivel de 350 metros y algunas cuestas dignas de una crónica específica. Será en otra oportunidad, que en esta se me ha ido la mano opinando sobre la opinión.