martes, 29 de octubre de 2013

¡Si pudieran embotellarse la tranquilidad y la belleza!

Como consecuencia del enorme despoblamiento que sufrió Torrecampo a partir de los años cincuenta del pasado siglo, más de la mitad de su parque de viviendas se quedó vacío, lo que finalmente conllevó que en el casco urbano existieran unas quinientas casas unifamiliares de porte tradicional, reformadas por sus propietarios y en perfectas condiciones de habitabilidad, para ser usadas únicamente durante las fiestas, algún tramo de las vacaciones y unos cuantos fines de semana más, es decir, durante los periodos que los emigrantes vuelven a su pueblo.

Hace muchos años, dado que algunas personas ajenas a la localidad, atraídas por su tranquilidad y su belleza, llegaban al Ayuntamiento de Torrecampo preguntando por una casa para alquilar durante sus vacaciones, sugerí a las autoridades locales que realizaran una campaña de captación de viviendas vacías para ponerlas a disposición de terceros como alojamiento turístico. El Ayuntamiento aceptó la sugerencia y yo mismo encabecé un proyecto en tal sentido que, dado que necesitaba inevitablemente del compromiso de la sociedad local, tuvo como primer objetivo el de intentar convencerla de los valores que se pretendían vender. No fuimos capaces, fue inútil. La tranquilidad a la que hacíamos mención no era observada como un bien que otros podían demandar, sino como una pesada carga de la que había que huir cuanto antes, y cuando se pensaba en la belleza como potencial reclamo turístico, sólo venía a las mentes de quienes querían escucharnos los paisajes con monasterios, iglesias románicas y castillos, con montañas altas y escarpadas y con ríos trucheros, nada que ver con lo que había por estas tierras, que eran pueblos de casas sencillas, bosques de dehesas, arroyos estacionales y campos secos una buena parte del año.

Han pasado veinte años de aquello y, aunque ahora vienen cada curso a Torrecampo varios alumnos de dos liceos franceses para hacer prácticas en diversas empresas de la localidad y el pueblo les gusta (porque repiten), y aunque hay varias casas rurales en el término municipal y bastantes más en los pueblos de al lado, las ideas de los habitantes de estas tierras sobre los méritos de su propio entorno como bien a explotar, tanto en Torrecampo como en el resto de Los Pedroches, no han cambiado sustancialmente.
Viene a cuento todo esto porque nuestro paseo dominguero lo hemos realizado esta vez por el municipio más turístico de Los Pedroches, Cardeña, y porque en una de sus aldeas, Aldea del Cerezo, abandonada por sus habitantes en los años sesenta y vuelta a abandonar como centro de turismo rural en el año 2006, nos hemos topado con una pareja del sur de la provincia de Córdoba que estaba buscando un lugar de Los Pedroches donde vivir. Y viene esto a cuento porque desde hace tiempo vengo pensando que la solución al progresivo decaimiento de esta tierra no vendrá de la mano de sus habitantes (incapaces de quererse a sí mismos más allá del aprecio que le tienen a las remembranzas de unas cuantas fiestas subvencionadas que se tienen por populares, más acostumbrados al desacuerdo que a la unión y, en general, más dispuestos a valorar lo momio que lo procedente del sacrificio), sino de gente de fuera, por lo que habría que promover campañas para favorecer un repoblamiento que aliviara la economía, despertase las voluntades y regenerara los pensamientos.
Para ver el mapa en Wikiloc, pincha sobre la imagen
El caso es que nuestro grupo, casualmente más numeroso de lo habitual, salió de la Venta del Charco en dirección a Aldea del Cerezo cuando eran las nueve de la mañana, más o menos, de un extraordinario día de sol, impropio de la época en la estábamos, que había llegado después de unas cuantas jornadas de lluvias ligeras. Estos parajes, que se hallan dentro del parque natural Sierra de Cardeña y Montoro, son los más beneficiados por las lluvias de toda la provincia de Córdoba y eso se nota en cuanto sales al campo. Las dehesas, que por Los Pedroches son casi siempre de encinas, son aquí también de roble melojo, un árbol que imprime un sello especial a estos paisajes, especialmente en otoño, a medida que van amarilleando, pues es de los pocos de hoja caduca que hay por estas tierras, al margen de los que forman los bosques de galería.

Siempre digo que lo mejor es visitar nuestros campos a primera hora de la mañana entre el otoño y la primavera, cuando el sol se vislumbra entre las ramas de los árboles y el rocío o la escarcha hacen brillar las hojas y la hierba. Mientras andábamos, yo me demoré varias veces intentando captar ese brillo en las fotografías. Al aficionado a andar con una cámara colgada al cuello también le resultará distraído aspirar a obtener la profundidad del paisaje cuando el camino llega a la cumbre de un altozano desde el que se divisan los montes que rodean la cuenca del río Yeguas, que lleva sus aguas al Guadalquivir. Y le apetecerá aprehender, primero, los intensos colores de las huertas y bosques que rodean a Aldea del Cerezo por ese lado y, luego, cuanto hay de armonía en los edificios derruidos y en los restaurados, e incluso en la soledad y el abandono de las casas.
Esto último es difícil en días como el que escogimos. Resulta que había una “quedada” ciclista en Cardeña y nada menos que trescientos aficionados a la bicicleta pasaron por Aldea del Cerezo en un largo goteo a la misma hora que nosotros procedentes de Venta del Charco y en dirección a Azuel. A ellos había que añadirles unos cuantos caminantes y otros visitantes ocasionales que habían ido en coche para disfrutar del día y del paisaje. Un conjunto no muy numeroso, pero lo suficientemente grande como para percibir que hay futuro en la explotación sostenible de la tranquilidad y de la belleza de aquellos parajes, cuyas casas van a volver a rehabilitarse con fines turísticos.

Yo, precisamente por lo que he dicho un poco más arriba, intentaba antes la fórmula de ofrecérsela casi gratis a personas con ganas de trabajar allí. Hay profesiones y oficios que pueden realizarse desde cualquier parte y profesionales, artesanos y artistas desencantados de las grandes ciudades, amantes de la naturaleza y de lo sostenible, que verían complacidas sus expectativas vitales pudiendo vivir de su trabajo en lugares como este. A ellos les vendría bien una oferta semejante y les vendría bien a la sociedad de Los Pedroches, que necesita urgentemente un cambio de mentalidad si quiere ofrecerle a sus hijos un futuro en su propia tierra.
En Aldea del Cerezo hay un mirador, que aprovecha un depósito de aguas, desde el que se divisa la llanura del norte y Sierra Madrona. Después otear el horizonte desde su plataforma, tomamos el camino de Cardeña. La ruta no es aquí ni tan fresca ni tan hermosa, no hay roble melojo y de vez en cuando te encuentras con un coche. El caminante, en todo caso, disfruta de la compañía, del placer del ejercicio y del paisaje de la dehesa. Y tiene el consuelo de que pronto llegará a la meta.
En Cardeña, la meta por esta vez, había un movimiento inusual para estas tierras. A los ciclistas, que se habían quedado a comer junto con algunos de sus allegados, había que sumarles las personas que se habían desplazado desde las fincas de los alrededores y los viajeros ocasionales desplazados desde Córdoba. No pudimos comernos todo el lechón que hubiéramos querido, porque se acabó en el restaurante de la plaza donde, en una terraza a la sombra, nos sentamos a comer, pero disfrutamos otros productos de la zona.


Como nos dijo la señorita que tan amablemente nos sirvió, habíamos sido los primeros en sentarnos e íbamos a ser los últimos en levantarnos: no había prisa ninguna, nos recomendó ella y reconocimos nosotros. La temperatura era ideal y lo más sensato era aprovechar la tarde sin hacer nada. Luego, cuando ya no había casi nadie en la plaza de la Independencia Local de Cardeña, abandonamos la terraza, cogimos nuestros coches y felices y cansados nos volvimos a casa.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Felipe Ferreiro, de la Venta de la Inés

A veces, el viaje supera las expectativas que uno se ha creado y vuelve a su casa henchido de gozo. A veces, el paisaje nos abruma y se queda prendido en nuestros ojos durante varias jornadas. A veces, nos perdemos, o nos metemos en algún atolladero, o nos cansamos más de la cuenta. A veces, uno vuelve con la sensación de que ha aprendido mucho de la charla y a veces con el estremecimiento de que el cuerpo es independiente de uno y opera sus propias conclusiones y se rebela.
A veces, uno viaja más lejos o por más días y, después de visitar algunos parajes, algunas gentes o algunas ruinas, tiene la impresión de que ha estado en otra época, ni mejor ni peor, sino distinta. No en vano, viajar en el tiempo es posible a poco que vayamos a lugares donde el tiempo se ha detenido.
Y a veces, sólo muy escasas veces, uno siente la emoción de haber viajado a un mundo ficticio, como de película o de cuento. Eso es lo que sentí el domingo pasado cuando visité a Felipe Ferreiro, un verdadero personaje de novela, en su casa, la Venta de la Inés.

El valle de Alcudia
La renombrada venta del Alcalde o de la Inés está situada en el Camino Real de la Plata o de las Ventas, que unía Córdoba con Toledo por Alcolea, Adamuz y Conquista. El domingo pasado, Rafael y yo dejamos el coche a la entrada del túnel de El Horcajo y empezamos a andar por ese camino hacia el Norte, justo en el punto donde un rótulo en forma de flecha marca al caminante la dirección de la mencionada venta y a unos cuantos metros de un grupo de ciervas, que no parecían asustarse con nuestra presencia.
El camino está marcado como “Ruta de don Quijote” y, a tenor de lo que indican los postes que cada poco trecho lo jalonan, es apto para discapacitados en silla de ruedas. A mí me pareció ancho y cómodo para hacerlo a pie, y que por él podían pasar todo tipo de vehículos, pero se me antojó un poco duro para hacerlo en silla de ruedas, por lo pedregoso y por lo empinado.
      De hecho, unos cientos de metros más allá de pasar por debajo de las vías del AVE, el camino gira a la derecha, deja a la izquierda el arroyo del Robledillo, que estaba seco, y a la nada empieza a gatear por el lado sur de la sierra de la Umbría de Alcudia, entre un denso bosque de coníferas. El puerto (928 metros) lo sube en apenas dos trazadas y lo baja en otras dos, que con el tramo inicial hacen poco más de cinco kilómetros.
Al coronar el puerto y pasar la reja canadiense que hay en él, el caminante deja atrás el pequeño valle de El Escorial y tiene frente a sí el enorme valle de Alcudia, cuya vista seguirá pudiendo contemplar entre los árboles. Entre los árboles, allá abajo y bastante cerca, el caminante verá una casa grande junto a una laguna artificial, y a la izquierda de la casa grande, a unas decenas de metros y en el mismo camino, varias edificaciones antiguas y de mucho menor rango. La primera de éstas, que casualmente está casi siempre tapada por las ramas de los árboles, es la venta de la Inés.
      Cuando llegamos a ella serían las nueve y media de la mañana y estaba cerrada. En una de las casas que hay más adelante, utilizada ahora como corral de lo que parecía una rehala, varios perros nos ladraron con muy malas pulgas. Iba a preguntarle a un muchacho que apareció tras los perros por el dueño de la venta, cuando entre los dos árboles que la flanquean apareció un hombre mayor, vestido con unos pantalones azules de faena que se ajustaba al talle con un cinturón estrecho muy por debajo de la cinturilla y dejaban dentro la parte baja de una camisa clara y de un jersey de trenzas.
       Volvimos sobre sobre nuestros pasos y lo saludamos. Nosotros ya sabíamos que aquel hombre era Felipe Ferreiro, porque lo habíamos visto en los vídeos y en las fotografías con una planta similar y un similar vestuario. “¿Es usted Felipe?”, le preguntamos a modo de introducción. “Hemos venido a conocer la venta y a conocerlo a usted”. A nuestro lado, un cartelón protegido por un tejadillo de madera debía indicar lo histórico y lo literario del lugar donde nos hallábamos, pero era inoperante por completo, dado su pésimo estado de conservación. Había otro cartel debajo sobre un poste de madera y otro suelto y colocado sobre una de las banquetas apostadas delante de la fachada del edificio. En esa misma fachada, a la izquierda de la cortina que protege de las moscas la entrada del edificio, según la posición del observador, una inscripción daba cuenta de que estábamos frente a la venta de la Inés, citada por Miguel de Cervantes en Rinconete y Cortadillo.
Venta de la Inés
      Felipe Ferreiro no necesitó mucha más introducción para empezar a mostrarse como era. Y era más literario aún de la forma en que lo habíamos imaginado. Hablaba de seguido, sin repetir las palabras y sin tropezar en ellas, con oraciones completas más propias del lenguaje escrito que del oral, como si leyera o recitara un texto que se sabía de memoria. Su discurso era tan coherente y tan lógico que resultaba extraño en la boca de una persona supuestamente rústica y poco formada. En ese discurso se sucedían en perfecto orden las historias relacionadas con la venta, los datos biográficos de las personas que mencionaba, como el torero Corchaíto o su abuelo gallego, los párrafos que venían al pelo de las novelas de Cervantes y la memoria de los agravios a que se había visto y se veía sometido por el dueño de la finca que lo rodeaba por completo, La Cotofía, al que se refería como “El Poderoso”.

Después de hablarnos un buen rato en la puerta, Felipe nos invitó a entrar en la venta. “Dentro está la niña, mi hija, que está inválida y no se puede mover de una silla”, nos indicó. Ya antes nos había dicho que su mujer, a la que había estado cuidando hasta hacía muy poco tiempo, estaba gravemente enferma y pasaba sus últimos días en una residencia de Brazatortas. Su hija, con el pelo corto, de apariencia menuda y frágil, estaba sentada junto a la chimenea, no lejos de un almanaque de María Auxiliadora, y nos recibió con una sonrisa. Felipe Ferreiro siguió adentro con el hilo del mismo discurso que tenía afuera: los caminos públicos cortados por El Poderoso, la fuente del Alcornoque, citada en el XII capítulo de El Quijote, invisible para el público desde que al Poderoso le dio por cortar el camino de acceso, lo mismo que la cueva de la Inés (cuya fotografía, por cierto, presidía la estancia desde una de las paredes), a la que sólo se podía acceder un número determinado de sábados al año previa autorización de la Consejería de Cultura, la ocupación por El Poderoso del cauce público del arroyo Tablillas, cuya gestión pertenece a la confederación hidrográfica del Guadalquivir, y así sucesivamente, con un afrenta detrás de otra, en la que al cabo había sido cómplice o consentidora la Administración, la Autoridad y la Justicia, a la que debía sumarse la mala suerte de haber dado en el patio de la venta con una vena de agua tan ferruginosa que era puro veneno, por lo que ahora no podía utilizarla nada más que para regar el huertecillo, en tanto que para beber debía proveerse de agua traída de fuera, pues El Poderoso le había cortado su fuente de suministro habitual.
     En medio de su discurso, Felipe Ferreiro nos trajo un libro de firmas de solidaridad con su causa, el cuarto de una serie que nos mostró por completo, y lo depositó sobre el hule floreado que cubría la mesa, junto a varias ristras de pimientos rojos secos, y allí, sentados entre los dos arcos de ladrillo visto que flanqueaban el hogar, delante de los pimientos secos, bajo la mirada inquieta de Carmen, la niña de nuestra edad, su hija, y envueltos en el cadencioso ritmo del discurso de Felipe, pusimos una frase solidaria y estampamos nuestra firma en el libro.
Al cabo de algo más de una hora, Felipe nos dio unos pocos tomates hermosísimos de los que tenía en un cubo de plástico y nos despedimos de él. Mientras subíamos en sentido inverso el puerto camino de El Horcajo, Rafael y yo hablamos de lo que habíamos visto y oído con la emoción de quien ha estado en un lugar extraño. Vivir justo al lado de quien te produce la afrenta y no dejar hacer al olvido debe de ser terrible, convinimos, y más en unas condiciones personales tan precarias. Quizá su único consuelo sean los que como nosotros acuden a visitarlo y a mostrarle, privada y públicamente, su apoyo. Lo malo del trajín de tanta gente, sin embargo, es que uno debe de acabar por no saber muy bien qué parte de ti eres tú y qué parte es ya tu personaje.

    * Entre otros muchos lugares de internet, hay información sobre la Venta de la Inés aquí, aqui y aquí, y videos aquí, aquí y aquí (el último, sobre una visita de Guadamatilla).

miércoles, 16 de octubre de 2013

Finca protegida por detector de presencia humana

                Yo había oído a algunos nativos de San Benito hablar de un camino público que iba por el norte de Claros desde esa localidad hasta la Cañada Real de la Mesta, pero hasta hace un par de semanas no tuve ocasión de patearlo, de la mano de un entendido de esa parte de nuestra geografía. Cuando se lo comenté a mis compañeros de caminatas, no dudaron en aceptar mi propuesta de conocerlo, como parte de una ruta circular que rodearía Sierra Llana e incluiría por el Sur el camino que atraviesa Descuernaborregos, por el que ya hemos andado en más de una ocasión.
                El paisaje por el que transita el camino citado está a un tiro de piedra de cualquier localidad de Los Pedroches, pero sigue siendo un gran desconocido para la mayoría de sus habitantes, muchos de los cuales jamás han visitado San Benito, una localidad que está a sólo doce kilómetros de Torrecampo y forma parte, culturalmente hablando, de la comarca de Los Pedroches.
                Nosotros comenzamos la ruta en la plaza del pueblo, adonde llegamos cuando amanecía, y tomamos la calle Pablo Neruda, que se torna pronto en un camino asfaltado y, tras dejar a la izquierda el colegio público, llamado Camilo José Cela, y un pequeño arroyo convertido en chorro de agua, llega hasta la ermita de Nuestra Señora del Rosario, de reciente construcción. Para rodear Sierra llana hay que seguir el trazado de los arroyos que la circundan, que por el Norte son el de Los Molinos (o Peripollo, pues el nombre no está claro en los mapas) y el Empedradilla y por el Sur es el Navalagrulla. El primero de esos caminos, el que discurre en paralelo al arroyo de Los Molinos, está más adelante y no se toma sino tras gatear una empinada y pedregosa cuesta que sale a unos cien metros antes de llegar a la citada ermita, girar luego a la derecha y andar unos seiscientos metros.
Este es el tramo más exigente de la ruta, que, según he visto luego en los planos, puede evitarse si se toma el camino que sale por al lado norte del colegio Camino José Cela, pues al cabo de un kilómetro más o menos lleva al mismo punto, justo donde el caminante debe empezar a girar hacia el Este. En realizad, lo único difícil de la ruta es el arranque de la misma. Ahora bien, no es ni mucho menos lo único azaroso, pues buena parte del tramo norte de la misma discurre por la enorme finca de Montes Claros y sus propietarios han dispuesto una cantidad nada despreciable de medidas disuasorias al paso de los caminantes, especialmente junto a las portones de entrada a la finca y a otras interiores que la dividen, como carteles que dicen, textualmente, “vigilado”, “finca protegida por detector de presencia humana”, o “finca protegida por sistema sónico”, lámparas que se encienden solas y, sobre todo, la permanente presencia de un guarda, que te vigila desde lejos nada más cruzar los límites que tiene encomendados y se acerca para mostrarte el camino público en cuanto tomas erróneamente uno de los muchos que se abren a tu paso.
Al parecer, el camino público estuvo cortado durante un tiempo y fueron algunos miembros de Ecologistas en Acción-Valle de Alcudia los que, ante la reiterada pasividad del Ayuntamiento de Almodóvar del Campo, procedieron a cortar la cadena que impedía el paso delante de un guarda de la finca. La acción les costó la denuncia de la propiedad y una sentencia en contra en primera instancia, aunque el recurso de apelación fue estimado y, en consecuencia, la cadena no volvió a ponerse, si bien las puertas siguen allí, junto con los avisos disuasorios, las lámparas y la mirada omnipresente de los guardas. Por eso, no estaría mal que el Ayuntamiento de Almodóvar colocara un cartel indicador de la ruta y un letrero grande que anunciara el dominio público de la vía.
Hasta ese momento, el caminante debe seguir a lo suyo y hacer caso omiso de los carteles que quieren mandarlo a su casa. El paisaje bien merece ese mínimo sacrificio. Cuando la ruta toma la vera izquierda del arroyo Empedradilla, que fluye mansamente hacia el Este entre los montes de Sierra Llana y la Sierra de Atalayuela, se topa enseguida con una serie de tres pequeños pantanos rodeados de árboles, de los que muchos viajeros habrán tenido noticia porque se ven desde la carretera que lleva a Puerto Mochuelos. En los pantanos hay diminutos embarcaderos y cerca de ellos hay algunas casas pintadas de blanco y añil, un color que a mí me trae recuerdos infantiles.
                El guarda que nos tocó en suerte era muy amable, las cosas como son. Con su ayuda, no tardamos en llegar hasta la puerta que la finca tiene con la Cañada Real Soriana Oriental. Hacia el Norte, como a dos kilómetros y medio, está puerto Mochuelos; hacia el Sur, como a cinco kilómetros, está la ermita de la Virgen de Veredas. Nosotros fuimos hacia el Sur y a un kilómetro y medio tomamos el camino que va hacia el Oeste, al que en su momento le dediqué una entrada.
               Cerca de San Benito, el camino se desvía hacia el Sur para salir a la carretera que va a Torrecampo, más abajo del cementerio. Antes de la carretera, el camino cruza el arroyo de los Molinos (o Peripollo o de Santa Catalina, pues de todas esas formas lo llaman los mapas), que por aquí es una corriente de aguas cristalinas rodeada de un poblado bosque de galería. Nosotros, en lugar de tomar el camino, por atrochar tomamos el arroyo, y anduvimos por él medio metidos en el agua hasta que estuvimos cerca de la ermita de Nuestra Señora del Rosario y, por ende, no lejos de un bar. Con ese consuelo subimos la pequeña cuesta que desde allí lleva hasta el pueblo, donde nos tomamos una cerveza que nos supo a gloria, la verdad.