martes, 29 de enero de 2013

El camino de la Virgen de Luna de los pedrocheños

           El santuario de la Virgen de Luna se encuentra en La Jara, a una distancia parecida de Pozoblanco, Pedroche y Villanueva de Córdoba. Según cuenta la tradición, la imagen fue venerada por los tres pueblos hasta que los vecinos de Pedroche incumplieron la obligación que tenían de llevarla a su pueblo debido a una fuerte tormenta. Sin embargo, como ha puesto de manifiesto Juan Bautista Carpio en dos artículos de su blog (aquí y aquí), no hay rastros de que tal hecho se produjera, y ni siquiera hay documentos que prueben que alguna vez la imagen de la Virgen de Luna perteneció también a la villa de Pedroche.
            Los pedrocheños, por otra parte, son gente recia y lo han sido siempre, y son las gentes más amantes de sus tradiciones que hay en todo el valle que lleva el nombre de su pueblo, como lo prueban sus antiguas, originales y variadas fiestas populares. No creo que los pedrocheños dejaran de cumplir con una obligación tradicional por grande que fuese la tormenta y mucha agua que llevaran los arroyos. Si la imagen fue compartida alguna vez por los tres pueblos, bien pudo dejar de serlo por las rencillas que se daban entre ellos, como ocurrió con la pérdida del culto compartido entre Torrecampo, Santa Eufemia y El Guijo por la Virgen de las Cruces hace alrededor de un siglo, después de numerosos altercados ocurridos entre los vecinos de los tres pueblos a cuenta de la imagen y las celebraciones que la rodeaban, algunos de los cuales nos detalla Esteban Márquez en su libro “Historia de la villa de Torrecampo”. 
            Los vecinos de Pedroche tenían muy cerquita de ellos a la Virgen de Piedrasantas desde tiempo inmemorial (para más información, los detallados estudios de Pérez Peinado). No les hacía falta compartir imagen, santuario y ritos con Pozoblanco y Villanueva de Córdoba, cuyas cofradías siguen discutiendo con poca ocasión que les den. Si alguna vez estuvieron en comunidad con esos dos pueblos vecinos, creyeron más oportuno abandonarla. Luego, alguien se sintió afrentado e inventó esa leyenda infamante, que ya va siendo hora de que desterremos.
19.km ida y vuelta
            El pasado domingo tuvimos la oportunidad nosotros de transitar por el que, de haber resultado cierta la leyenda, bien pudo haber sido el camino por el que los pedrocheños traían y llevaban a la Virgen de Luna. Para ello, dejamos nuestro vehículo antes del amanecer en el centro de Pedroche, cerca de la nueva Biblioteca Municipal, y enfilamos hacia el Sur la calle Castillo y, luego, la calle Torrecampo, cruzamos la carretera de circunvalación frente al cementerio, que aún conserva restos de su pasado conventual, y tomamos el camino asfaltado de los depósitos municipales de agua, que abandonamos unos trescientos metros más adelante por otro de tierra, al que los planos llaman de la Majada de los Hoyos. 
            El invierno está viniendo húmedo y templado y ese día no era una excepción. Aunque no llovía, estaba nublado y no pudimos disfrutar en toda su grandeza ni del amanecer ni de la visión de Pedroche, cuyos colores blancos, marrones y rojos presentaban un tono mate como en un fondo de paspartú sucio. En todo caso, el pueblo se deja de ver pronto. La ruta toma la derecha en la primera bifurcación y sigue por el denominado camino de Pedroche a la Virgen de Luna por lugares bastante altos, de forma que, cuando clarea la dehesa, se puede ver a la derecha, hacia el Oeste, al pueblo de Pozoblanco y a la izquierda, mucho más lejos, al de Villanueva de Córdoba.

           El hecho de que los sitios por los que pasa el camino sean elevados hace que la mayoría de los arroyos nazcan a un lado y a otro del mismo y que sea de muy escaso caudal el único que se cruza antes del punto Panadera, que tiene 685 metros, junto al que nacen hasta seis regatos, todo lo cual hace más inverosímil la leyenda a que nos hemos referido antes. Los arroyos más caudalosos se encuentran más allá del cruce del camino de los Terrajos, en lugares de menos altura. Primero, el arroyo Zarcejo, que atraviesa el cercado de una finca por una valla hecha con unos mayúsculos marranos de granito, similares a los que por esta zona servían para entibar los pozos antiguos. Y más adelante, el arroyo Guadamora, el más caudaloso de los que se hallan en la ruta, aunque corre al otro lado de la carretera de Pozoblanco a Villanueva de Córdoba y nosotros no llegamos a pasarlo.
            Antes de llegar a esta carretera, el caminante se ve obligado a seguir por la plataforma de la antigua vía del ferrocarril que unía Puertollano-San Quintín con Fuente del Arco, transformada ahora en un camino muy ancho que no aparece señalado en los planos del visor del Ministerio de Fomento (Iberpix). Al principio del camino se encuentra una caseta de tren con trazas de apeadero que, por desgracia para el patrimonio monumental de Los Pedroches, vive sus últimos días a la sombra de un eucalipto, como los vivió hasta no hace mucho la caseta que había al principio del camino de Pozoblanco a Dos Torres, que ya sólo es un cuadro de Antonio Pulido en la casa de algún comprador con fortuna. 
            Como los alrededores de la estación es el lugar más bonito que hemos encontrado en nuestra andadura, nos hemos parado junto a ella a comer y a darle unos cuantos apretones a la bota de vino, que andaba necesitada de recarga. Luego, seguimos adelante hasta la villa madre de Los Pedroches, a la que llegamos como una hora y media más tarde.

sábado, 26 de enero de 2013

Paisaje con figurantes: El fotógrafo

          “El que se mueve no sale en la foto”, dijo Alfonso Guerra. No se ha inventado una metáfora mejor para explicar la disciplina de partido, pues en ella se aúnan la obediencia más grosera a la jefatura y la imagen por antonomasia del ejercicio del poder, la foto. Porque la foto es la prueba de lo que se hace. O lo que es lo mismo, porque los ciudadanos perciben la realidad a través de las fotos.
           Ahora bien, si la foto es la prueba de lo que se hace, a los ciudadanos, que son antes que nada electores, hay que mostrarles fotos que nos favorezcan, a fin de que perciban una realidad acorde con nuestros intereses y nos voten. La foto, en consecuencia, debe buscar el momento favorable y evitar el perjudicial. Y eso no se puede conseguir si dejamos en manos de terceros el oficio de fotógrafo, dado que los terceros son independientes y pueden sacarnos los defectos. Hay que buscar fotógrafos de plantilla, que cobren una nómina y nos hagan las fotografías que nos interesen. Luego, para justificar el gasto, le damos la vuelta al argumento y decimos que los ciudadanos tienen derecho a saber en qué nos gastamos su dinero los representantes políticos, algo que no conseguiremos si no les mostramos lo que hacemos.
           Justificada su existencia de esa forma, el fotógrafo está presente en todos los acontecimientos favorables para el gobernante, a fin de dar fe con su trabajo del destino del dinero de los sufridos contribuyentes. Lo está en las inauguraciones, desde luego, y en la colocación de las primeras piedras, y en la firma de los convenios, y en las presentaciones de los eventos, y en las visitas a los pueblos, pero también en otros momentos de menos relumbrón si con ello se da una imagen amable del gobierno, de manera que no es extraño verlos irrumpir en una mesa de trabajo, hacer unas cuantas fotos a los presentes e irse de inmediato, porque deben sacarlo cuanto antes en la página web de la institución para la que trabajan.
           La foto es tan importante, que en numerosas ocasiones no es una consecuencia del acto o un elemento secundario del acto, sino la causa del acto mismo. Y así, hay numerosas convocatorias para informar a los convocados de asuntos de los que ya están informados o sobre los que se les podía haber informado por correo electrónico porque el fin es juntarlos a todos en una foto que se mostrará luego a los ciudadanos, aunque se tire el tiempo de los asistentes y se emplee en dietas y gasolina el dinero que podría ir a mejores fines. La foto es la razón única de numerosas apariciones públicas, de innumerables entrevistas y de la mayoría de las visitas.
           En cuestión de imagen, la aspiración última de los gobernantes es hacer llegar a los ciudadanos que el mundo no es como es, sino como a ellos les gustaría que fuera. Para lograr esa aspiración cuentan con la ayuda de los tiempos modernos, en los que se ha sustituido el debate por el cruce de eslóganes y la batalla dialéctica por la comparación entre los retratos que figuran en los carteles electorales de los partidos. Una imagen vale más que mil palabras, se dice, y más que mil razones, añado yo.
           Para sustituir mil razones en contra por una imagen favorable nada mejor que un fotógrafo afín. Por eso, en el séquito de cualquier gobernante que se precie, junto al chófer y al secretario, no puede faltar un buen fotógrafo, al que por el mismo motivo se añaden con frecuencia un periodista y un operador de cámara.


miércoles, 23 de enero de 2013

Las puertas del campo



            “No se pueden poner puertas al campo”, se decía antes, cuando aún no se habían inventado las alambradas. Pero se inventaron las alambradas y con ello se dio la posibilidad de cerrar totalmente las fincas, incluso las más extensas, que hasta entonces sólo se habían podido señalar con mojones. Cuando se cerraron las fincas, las lindes quedaron más claras: “Esto es mío y esto es tuyo”. Y se remarcó el sentido natural de la propiedad, y con él, el afán de algunos propietarios de ser dueños absolutos de su tierra: “Y como esto es mío, yo hago aquí lo que me da la gana, desde el cielo hasta el infierno, como decían los romanos”. Especialmente de los propietarios más grandes, que son los que más riesgo tienen de creerse tan grandes como sus propiedades y los que pueden poner las alambradas más altas y costearse más guardas dispuestos a defenderlas: “Y aquí no entra nadie a coger espárragos, porque los espárragos son míos. Ni entra nadie a coger cardillos, porque los cardillos son míos. Ni entra nadie a mirar el paisaje, porque el paisaje se ve desde un cerro que es mío y, en consecuencia, el paisaje también es mío”.
             El peor enemigo de lo mío no es el otro (que tiene cara y los mismos intereses que yo), sino el “todos”. Por algo, el concepto antitético de lo privado es lo público. Y nada hay más público que la calle o, hablando del campo, que los caminos. Los caminos públicos, además, obligan a alambrar las fincas a ambos lados de la vía y generan inseguridad, dado que por ellos puede pasar cualquiera, tanto los buenos como malos ciudadanos. 
             Lo que interesa a un propietario muy propietario de lo suyo es alambrar su finca con una malla infranqueable y cerrar todos los caminos públicos. Y los tiempos que corren están de su parte. Antes, se iba a pie o en bestias y todos los caminos públicos se utilizaban. Ahora, a las fincas se va en coche y da lo mismo dar un rodeo con tal de circular por los que se encuentren en mejor estado, por lo que los peores se acaban utilizando poco. Antes, los caminos se defendían solos con el paso de las gentes y la ausencia de alambradas y las instituciones públicas entendían que era necesaria una red amplia que llegara a todos los sitios. Ahora, a los caminos por los que pasa poca gente no los defiende nadie y, aunque siguen siendo de todos, algunos ayuntamientos se los han entregado de hecho a los propietarios colindantes a pesar del mandato legal que los obliga a mantenerlos abiertos (no a mantenerlos en buen estado, sino abiertos, sólo abiertos). 
             El problema es clamoroso donde las fincas son muy grandes, porque al cerrarse estas se han perdido kilómetros y kilómetros de vías de comunicación publicas, esto es, de terreno que es de todos, ante la pasiva mirada de algunas autoridades locales, quizá las mismas que entienden por “pueblo” a la masa de personas que acuden a votar o a la que se come una paella gratis organizada por el Ayuntamiento, pero no a un conjunto de personas con obligaciones y derechos, entre ellos el derecho a andar como por su casa por la casa de todos.

            Entre otras razones, porque el que anda no suele ser el que invita a la fiestas y a las monterías, a las que tan aficionados son muchos poderosos, y entre ellos algunos políticos de medio pelo, que se sienten tan seducidos por los baños de multitudes como por las diversiones de los ricos. 
             San Benito es una pedanía de menos de trescientos habitantes de clase humilde situada en el quinto pino de la capital municipal y rodeada de fincas extensísimas cuyos propietarios viven en Madrid o más lejos y a las que acuden a cazar muchos de los más “ilustres” prohombres de España e incluso del extranjero. Puestos a escoger entre los derechos constitucionales de unos pocos habitantes pobres que no se ven ni se oyen y el derecho a no ser molestado de los grandes propietarios que dan empleo y fiestas a las que acuden los poderosos, quizá yo también hubiera preferido a este último. Pero yo no me presento a unas elecciones ni tengo como obligación defender lo público.
             Es más, yo soy uno de los dolientes en este asunto. Y si he puesto todo lo anterior es porque sé de qué va esto. El domingo pasado, por ejemplo, oí a varias personas de San Benito (personas mayores, que se han criado en el campo y conocen y padecen el problema) quejarse de lo abandonadas que están por la autoridad municipal, particularmente en lo que concierne al cierre de los caminos públicos y a la ocupación de los terrenos sobre los que dichos caminos se han asentado siempre, y los oí demandar ayuda, tras habernos confundido con empleados de Medio Ambiente. En otras ocasiones y en otros lugares cercanos los he oído hablar con miedo cuando me han visto aparecer por los caminos públicos, miedo a ese dueño lejano pero siempre presente, del que dependía su sueldo, y miedo a la autoridad, a la que suponían conchabada con el poderoso.
             A la par que se han cerrado caminos públicos se han abierto caminos privados o se han ensanchado o convertido en pistas. Por eso, no sé decir cuáles eran públicos desde siempre y cuáles privados de los caminos que encontramos cerrados el pasado domingo. Como la prudencia me obliga a no señalar con el dedo tanto como me obliga la justicia a darle voz a quienes nos encontramos, mi queja no puede ir más allá de cuanto he dicho, aunque hay informaciones solventes que apuntan con nombres y apellidos. 
             El pasado domingo dejamos el coche a la entrada del camino que los mapas denominan de Torrecampo a Almadén, el cual sale a la derecha de la carretera que une San Benito con Alamillo (CR-4131) a poco más de un kilómetro de la primera población citada. Desde allí mismo, la vista del valle de Los Pedroches es impresionante. Amanecía entonces y los pueblos eran una mancha resplandenciente en el verde oscuro general, apenas una intuición blanca si exceptuamos a los nuevos silos de la COVAP, cuya forma era perfectamente identificable en la línea recta del horizonte. 
             El camino sube dejando a la derecha la umbría de la Mojarrilla y tomando luego las laderas de peña Cabrera, sobre cuya cima rocosa sobrevolaban los buitres. Antes de que el camino se adentrara hacia el Norte, nos paramos a ver de nuevo y desde más altura el territorio que se extendía a nuestros pies, que se había clareado con el avance del día, y le fuimos poniendo nombre a los pueblos y a los accidentes geográficos. “Allí, a la izquierda, está el cerro Mogábar; allí está Hinojosa, más allá, Belacázar, y aquel último pueblo debe de ser Monterrubio”.

            Cuando el camino se abrió en dos, tomamos el de la derecha. El monte bajo era muy espeso, pero en un sitio vimos un rodal pequeño con unos cuantos olivos sin cuidar atacados por la tuberculosis de esta planta, que los puebla de multitud de agallas del tamaño de aceitunas grandes, de manera que de lejos parecen estar dando abundante fruto. No parecían enfermos los olivos de otro terreno mucho mayor que vimos más adelante, en la ladera norte de la montaña. 
             Desde aquel lugar y desde las altura anteriores, no se ven ni Los Pedroches ni La Alcudia, sino un valle que se extiende de Este a Oeste entre la cadena de montañas que limita a ambos, y no se ve ni un solo pueblo. El camino baja luego hasta incorporarse a una pista de tierra muy bien mantenida que hasta tiene señales de tráfico. Nosotros seguimos por la pista a lo largo de un kilómetro o así y nos volvimos, aunque luego no retomamos el camino del Sur, que nos había llevado hasta allí, sino que continuamos hacia el Suroeste por la pista, que discurre junto al margen derecho del arroyo Culebrilla. 
             Precisamente junto al arroyo vimos a un pastor con sus ovejas, con el que departimos durante un rato. Un rato, también, estuvimos observando a un jabato que comía en un corral al lado de varios cerdos ibéricos (antes habíamos visto a un jabalí bien grande corriendo frente a nosotros). Un rato  estuvimos comiendo cerca del arroyo. Y un rato no llevó al final andar por la casi desierta carretera de Alamillo. Y hubo ratos en los que nos paramos a mirar el paisaje y a decidir por dónde nos íbamos. Muchos ratos, en realidad, que sumados dan para que estuviéramos desde el amanecer hasta bien avanzada la mañana por esa zona tan hermosa de España, aunque no fueron demasiados los kilómetros que recorrimos.

sábado, 19 de enero de 2013

Catarsis



            Las noticias son tremendas. La casa está en ruinas. Me refiero a los partidos políticos españoles, en conjunto, y no a este o aquel. No han hecho el mantenimiento necesario y ahora el edificio donde viven no es que esté lleno de desconchaduras o de goteras, es que afecta a lo más profundo de su estructura.

            Durante años han estado señalando las grietas que aparecían en los muros de carga de la casa de al lado mientras tapaban las suyas con los pósteres de sus líderes sonrientes o detrás de los muebles donde estaba la propaganda electoral y los argumentarios con los que se defendían en bloque y alimentaban a su masa de forofos.

            Se han creído su propia mentira y han hecho creer esa mentira a la sociedad, formada fundamentalmente por seguidores sectarios, que siempre encuentran justificación para el vicio propio en el vicio que tienen los otros. Si el ciclista Armstrong gano siete tours dopándose, los partidos han mantenido un sistema de dopaje generalizado con el único fin de ganar las elecciones, y lo peor de todo, como ha confesado el ciclista, es que el grado de corrupción es tal que ya no se creen que estén haciendo trampas.

            Al PP, por ejemplo, le duele ahora lo de Bárcenas, pero hace unos días amparaba a Baltar, el cacique orensano que hacía y deshacía sin el más mínimo escrúpulo legal en la Diputación de Orense, y sigue amparando a Carlos Fabra, un individuo que a las acusaciones de corrupción responde con el chusco argumento de que le ha tocado la lotería varias veces. Y no son los únicos ejemplos que para este partido podrían ponerse, porque nos llegan continuas noticias de otros.

            Ni los del PP son los únicos ejemplos, pues todos los partidos están afectados en mayor o menor medida por los letales efectos de la corrupción. Por eso, harían mal los demás en ensañarse ahora con el PP en lugar de aprovechar esta especie de catarsis colectiva para sacar sus propios trapos sucios a la calle y lavar sus propias miserias.

            Se han “arreglado” tantas goteras colocando cubos debajo del chorro, que ya no es que la clase política española tenga un problema, es que la clase política española es un problema enorme. La clase política, ¡ojo!, no los políticos del partido adversario, que vayan teniéndolo en cuenta todos y se miren al espejo antes de apuntar con el dedo.

            Son todos los que tienen que pedir perdón, limpiar su casa y empezar de nuevo. Los ciudadanos, por mal que empleemos nuestro voto y sectarios que seamos, no nos merecemos a los dirigentes políticos que tenemos.

miércoles, 16 de enero de 2013

De Cerro Castillo a San Martín



            Hay en la Naturaleza una fuerza hacia la transformación, lo que es tanto como decir hacia el envejecimiento, a fin de que la muerte de unos seres suponga dejar paso a otros, nuevos y tal vez distintos. Pero hay en la Naturaleza, también, una resistencia de los seres creados a esa fuerza transformadora que quiere liquidarlos, de manera que todos ellos luchan denodadamente por su supervivencia.

            La Naturaleza mantiene esa fuerza destructiva con las cosas, que se corroen, se erosionan, se destiñen, se desquician, se desarman, se rompen, se desintegran… y desaparecen. El ser humano mantiene una lucha titánica contra esa fuerza devastadora para conservar las cosas que ha creado. Todas ellas necesitan de un mantenimiento, para mayor fortuna de pintores, albañiles, fontaneros, electricistas, etc., de tal manera que no se debe tener una cosa si no se puede mantener adecuadamente. Dicho con un ejemplo, no se debe tener un coche si no se tiene dinero para pagar su seguro o para sustituir sus neumáticos en mal estado. 
             Tener algo sin poder mantenerlo es la mayor señal de decadencia, pues lleva inexorablemente a la desaparición de la cosa y, en consecuencia, al empobrecimiento de su propietario. Pero el colmo de la decadencia es hacer que algo se pierda sin haber llegado siquiera a estrenarlo. Los españoles tenemos en los tiempos que corren múltiples ejemplos de ello, la mayoría de obras públicas faraónicas que se realizaron sin criterio alguno y que ahora se estropean poco a poco ante la falta de presupuesto para mantenerlas. Entre los ejemplos que tenemos los habitantes de Los Pedroches, uno bien claro es el de la carretera A-435, que une Pozoblanco con la nacional 502, con el agravante de que en este caso se trata de una obra necesaria.

Esta vía de comunicación está terminada desde hace varios años, pero no puede utilizarse porque no están ejecutadas las dos conexiones de sus extremos, cuyo presupuesto es enormemente inferior al que ha costado el resto de la obra y, desde luego, inmensamente inferior a la suma de los gastos que han debido hacer sus potenciales usuarios al verse obligados a dar la vuelta por Alcaracejos. La carretera, en fin, se está deteriorando sin usarse a la par que se deterioran los vehículos que deberían estar usándola, obligados a recorrer una distancia superior a la que exige la más mínima razón práctica.

Frente a la perplejidad (ya no demandas) de los potenciales usuarios de esta vía, la respuesta de la Administración Autonómica, titular de la infraestructura, es un rosario de palabras que una y otra vez fijan la apertura para lo inmediato y que nunca –nunca– hacen un ejercicio de autocrítica o piden disculpas. Lo que da idea, también, de la falta de mantenimiento de la clase política española, que –como todo– está sometida a la fuerza destructora de la Naturaleza sin que nadie (ni sus jefes, ni los líderes sociales, ni los votantes) haga lo más mínimo por tenerla funcionando adecuadamente y en perfecto estado de revista. 
 Si hago esta larga parrafada introductoria es porque en el paseo del domingo último cruzamos la carretera A-435 y los efectos beneficiosos de esa caminata son inferiores al malestar que me producen los recuerdos de los desatinos que hemos padecido y padecemos (y según las trazas que tiene esto, padeceremos) en eso que aún se llama España. 
 El domingo, pues, dejamos el coche en  el camino que sale a la derecha en el km 9 de la carretera que une Pozoblanco con Villaharta (CO-6410), un poco más allá de los chalets de Cerro Castillo. El día había amanecido fresco, pero no frío, y sin riesgo de lluvia, negando con ello los peores vaticinios de los expertos, que nos habían asustado un poco. El camino en cuestión, denominado de la Atalaya, es la servidumbre natural de diversas fincas y se encuentra en bastante buen estado, aunque su firme es de polvo de pizarra, que se vuelve muy resbaladizo cuando está húmedo, como era el caso. Entre las primeras fincas a las que da acceso se halla una donde hay varias antiguas granjas de pollos, que ahora, desmanteladas de sus elementos de valor, producen el feo impacto de cascarones gigantescos. 


Más allá de esas naves abandonadas no hay prácticamente chalets y el caminante puede disfrutar a sus anchas del paisaje, que es el típico de lo que por aquí denominamos serrezuela, es decir, llanos cubiertos de chaparros y de jaras, tomillo y romero con claros ocasionales para prados del ganado y alguna loma desde la que se ve la cuerda de montañas de Sierra Morena que limita a Los Pedroches por el Sur.


Franqueada la citada A-435, que se cruza por un pasaje subterráneo, el camino está pronto asfaltado y vuelve a haber más chalets y explotaciones de ganadería intensiva, aunque nunca son tantas como para provocar agobio.

De una de esas explotaciones ganaderas salió un galga que nos acompañó sin que hiciéramos nada por ello hasta el hermoso parque de San Martín, que está formado por la ermita del mismo nombre y una serie de instalaciones y construcciones recreativas y educativas dependientes del Ayuntamiento de Añora, que también gestiona dos casas rurales, de cuyo confort puedo dar fe porque las he visto por dentro. 
 La ermita de San Martín es una de las varias que se encuentran en las colinas que hay al sur de la carretera que une Pozoblanco con Hinojosa del Duque (A-420), desde las que hay unas vistas impresionantes del valle. Las otras son las de San Sebastián, en Alcaracejos, de San Gregorio, en Villanueva del Duque, de Santo Domingo, en Fuente la Lancha (de reciente construcción), y del Cristo de las Injurias, en Hinojosa del Duque, que tiene un monumental vía crucis en el camino de acceso y es la más hermosa de todas.
 De haber seguido adelante, hubiéramos llegado a la A-420, que pasa a un par de kilómetros y es la vía natural de entrada al parque, pero allí nos hemos vuelto y, con nosotros, se ha vuelto la galga, que nos ha acompañado hasta una explotación ganadera donde debía de tener su morada, en la que ha desaparecido tal y como apareció, sin que prácticamente nos diéramos cuenta de ello. Tampoco ha hecho ruido alguno una mastina enorme que nos ha acompañado durante varios kilómetros sólo un poco después. 
 Estas dos perras no se parecen en nada a la mayoría de sus congéneres con que nos topamos, cuyo única tarea parece ser la de ladrar a los caminantes –sean buenos o malos–, a los que suelen poner en más de un aprieto. Estas eran perras sin el oficio de guardar, que necesitan del cariño de los seres humanos y saben que lo encontrarán en quienes, como nosotros, tienen por afición andar casi de madrugada por esos caminos de Dios.