martes, 16 de diciembre de 2014

Volver al siglo XIX



Para que sea bueno, todo contrato, todo pacto, todo acuerdo, debe ser beneficioso para todas las partes. Si sólo es beneficioso para una parte, es malo, incluso para aquel que se cree favorecido. El idioma español tiene una palabra perfecta para definir a ese tipo de personas que se benefician en exclusiva de algo que por su naturaleza debería ser provechoso para todos: “aprovechado”. Los aprovechados generan en los perjudicados una reacción similar a la suya y predisponen en su contra al resto de los miembros de la sociedad, que permanecen alerta ante sus manejos. En general, el aprovechado no recibe afectos de su entorno y es un triunfador temporal, solo temporal.


         El beneficio para todos es especialmente importante cuando los pactos han de mantenerse entre miembros que deben verse las caras de continuo, porque el agravio nacido de un pacto genera tensiones permanentes que acaban saliendo a la luz, muchas veces con violencia. El problema es especialmente relevante entre aquellos que comparten una cosa común, ya sea una pared medianera, un negocio, una frontera o, para no seguir con más ejemplos, el espacio en el que se dilucida el poder. 


         En España siempre se ha valorado más al listo que al inteligente. España es un país de engañadores y de pícaros. En España se avisa al conductor infractor, que pone en peligro la vida de los demás, y se presume de lo que se defrauda al fisco. En España muchos gobernantes se pasan las leyes por el forro al mismo tiempo que exigen que los ciudadanos cumplan las leyes que ellos han dispuesto. Y tal vez por eso en España casi nunca se ha tenido conciencia de que los buenos pactos son aquellos en los que es el otro el que se va contento (los buenos comerciantes conocen esto muy bien).


         Por razones que no vienen al caso, he debido estudiar varias veces el siglo XIX de la Historia de España. Una de ellas, en particular, la Historia de sus constituciones. De todo lo que he estudiado, apenas alcanzo ahora a recordar que ese siglo es de una complejidad que no cabe en mi ruinosa memoria. Recuerdo algunos datos, unos cuantos nombres y varias ideas que saqué de aquel maremágnum de golpes de Estado, generales metidos a políticos, cantones y federaciones, monarquías y repúblicas, políticos iluminados y constituciones que se sucedían sin más ánimo que dar respuesta a los deseos de unos, que siempre eran los deseos de unos sobre los otros.


         “Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”, dicen que exclamó Figueras, uno de los cuatro presidentes de la Primera República Española, poco antes de dejar plantado al país y coger, sin avisar, un tren que lo llevara a Francia. Es una frase que resume una situación y define el guirigay en que puede convertirse una sociedad en la que sus líderes no consienten otra visión del mundo que la suya. Esa sociedad duró en España hasta 1978, año en el que en nuestro país se terminó el siglo XIX.


         En 1978, por fin, se entendió que en política los conflictos no se eliminan, sino que se aprende a convivir con ellos. Los de derechas, por ejemplo, aceptaron el estado social; los de izquierdas, la monarquía; casi todos los nacionalistas se conformaron con el Estado Autonómico, al igual que los centralistas; los partidarios del Estado confesional vieron bien la referencia a la Iglesia Católica que hacía la Constitución y los partidarios del Estado laico que esa misma Constitución se manifestara aconfesional.


         Fue como si de pronto aquellos gobernantes hubieran hecho un viaje iniciático por la realidad y hubieran comprendido que sólo el mal perdedor rompe la baraja cuando le toca repartir.


         La España del euro y los erasmus, al parecer, tiene una memoria peor que la mía. La España del euro y los erasmus ha visto fallecer o marchitarse a aquellos líderes de 1978 y ha alumbrado a líderes políticos y sociales que no se conforman con una parte, sino que quieren el todo. El todo es la independencia, la república, el Estado centralista, que las leyes civiles consagren cánones religiosos o, por el contrario, que desaparezcan las escuelas  religiosas concertadas.


         No pocos líderes de la España del euro y los erasmus creen que las cosas se hicieron mal en 1978 porque no se hicieron como debían haberse hecho, es decir, porque no se hicieron por completo como debían haberse hecho. Aunque se creen que van a la vanguardia, son líderes a la usanza del XIX. No entienden que, tanto en la política como en los negocios, los otros también se deben ir contentos. Lo quieren todo ideológicamente hablando y convierten en enemigo a cualquiera que les lleve la contraria. Son, en fin, como esos gobernantes que creen que deben cambiar la Ley de Educación en cuanto llegan al Ministerio de Educación, porque así mejorarán la educación.



Mal asunto, porque no se trata de corregir para dejar un poco más contentos a todos, sino de cambiar las cosas para dejar muy contentos a unos y muy descontentos a otros. Es decir, para que nosotros nos quedemos mucho más contentos y ellos, los otros, se queden mucho más descontentos y, en consecuencia, se queden deseando llegar al poder para darle un vuelco completo a la situación, como en el XIX, más o menos como en el siglo XIX.