miércoles, 18 de diciembre de 2013

La armonía



                Primera hora de la mañana de uno de los últimos días del otoño, en las inmediaciones de la estación de Belalcázar. El cielo está despejado y ocupa, aproximadamente, los dos tercios superiores del cuadro. La imagen está dominada por la copa redondeada de un árbol y un vagón de tren extenuado. El árbol solo tiene unas cuantas hojas secas. El resto, están en el suelo y forman una mancha rojiza junto a las manchas verdes de la hierba y las amarillas del pasto, de los cardos secos y de los árboles que se ven en la lejanía. El vagón es de mercancías y se halla deshecho casi por completo. A la izquierda, hay un terraplén por el que discurre el ferrocarril. Más allá del terraplén, apunta el verde oscuro del bosque sobre un monte coronado de peñascales. En los montes de la derecha, más distantes y más altos, los primeros rayos del sol pintan el bosque de amarillo.


                Y no hay más. Todo lo que se ve parece decadente  (los árboles extenuados, los cardos secos, el vagón maltrecho …) y, sin embargo, resulta llamativo. Lo sería con el árbol, los montes y todo lo demás excepto el vagón, pero el vagón (hacia el que finalmente se va la mirada) añade un color distinto, acrecienta la profundidad de la escena al verse tanto desde el frente como desde ambos laterales (uno de los cuales, el de la derecha, está dividido en secciones por listones verticales, mientras en el de la izquierda pueden observarse la puerta y la ventana abiertas, y a través de ellas el campo) y agrega, sobre todo, el componente humano, porque al haber sido realizado por el hombre y usado por él nos evoca hechos o sentimientos que nos afectan y nos mete a nosotros mismos en el paisaje.
                  El domingo pasado, Rafael y yo llegamos temprano a la abandonada estación de Belalcázar, dejamos el coche bien esquinado en el lateral del camino de acceso, pasamos por encima del nuevo ferrocarril, construido recientemente a más altura del anterior y a unos cuantos metros, miramos por el agujero que hay en la pared tapiada del edificio de la estación y anduvimos durante un rato por el descampado próximo, y todo porque yo había visto desde lejos que el sol enrojecía los troncos secos de unos eucaliptos, que habían crecido junto al río Zújar y emergían ahora de una de las colas del pantano, difuminada por el velo sutil de una niebla que no se levantaba más de unos centímetros de la lámina de agua. Allí había una foto y la hice. Al volver hacia la vieja carretera fue cuando nos encontramos con esa otra imagen del árbol y el vagón, que a Rafael le recordó a otros vagones que había visto en el campo de concentración de Auschwitz.
 Cuando uno anda por ahí, puede ver espectáculos como ese y emocionarse con su contemplación a poca sensibilidad que tenga. Hay lugares, además, donde es relativamente fácil sentir la armonía que rige el medio ambiente cuando la mano del hombre hace un uso responsable de él, y en el concepto de uso responsable incluyo la construcción de un pantano tan desmesurado como el de La Serena. Es el caso del camino que lleva de la mencionada estación de Belacázar a Peñalsordo, que está aparentemente lejos de todas partes y parece estar más lejos aún si uno atiende a la feroz belleza del paisaje por el que discurre.


El camino es en realidad una carretera que tiene al principio, justo delante del enorme puente que salva al Zújar (convertido ahora en una cola del enorme lago artificial que se ha creado), un cartel indicador de que está cortada para el tráfico de vehículos. Allí mismo, sobre el puente, hay una vista espectacular hacia el Oeste, especialmente a esas horas de la mañana, en las que las sombras son más oscuras y los claros tiene colores oxidados. Desde el puente se ven los eucaliptos a los que me he referido antes, el depósito de agua que vigila el entorno y, recortado sobre las últimas montañas, el castillo de Madroñiz. 


El puente une las comunidades de Andalucía, que se queda atrás, y Extremadura, por las que el viajero caminará en adelante. Durante los primeros cinco kilómetros, el camino corre pegado a la orilla del pantano, que se queda a su derecha, hacia el Este, por lo que se hace con el placer de estar contemplando continuamente un paisaje espectacular. 
Ida y vuelta, algo más de 26 kms
 Pasado ese tramo, el camino pierde la vista de las aguas, pero las recobra pronto de una forma aún más ostentosa, pues los montes son más ariscos y están punteados del rojo de algunos caseríos y de los ocres de los árboles que aún están perdiendo sus hojas. Abajo y a la derecha la orilla del lago es más amable y se deja pisar por cualquiera si se sigue el camino que toma mucho más adelante y se recorre algo de un kilómetro, como había hecho un pescador que operaba tranquilamente con su caña. También a un kilómetro de ese cruce, poco más o menos, se encuentra uno con la vieja carretera que conectaba con Guadalmez, que se halla cortada, pues la unión de esta villa castellano-manchega con Peñalsordo no se realiza ahora por el Sur, sino por el Norte, a través de la población de Capilla. 
 Por allí ya no se divisa el pantano, un gozo que debe de ser permanente para los usuarios de las casas de campo que se observan enseguida hacia el Noreste, en la falda de la sierra del Palenque, cuyas crestas las protegen de los fríos vientos del Norte. Cerca del cruce y a la vera del camino hay un cartel indicador de la riqueza faunística de las sierras de Moraleja y Piedra Santa, que es zona de especial protección de las aves y está incluida en la Red Natura 2000.


A partir de ese punto está autorizado el paso de vehículos y el camino se vuelve más transitado, si bien nunca resulta cansado ni peligroso. Estamos en las inmediaciones de Peñalsordo y eso se nota. Hay viejos pilones para abastecimiento del ganado, hay más chalets, hay huertos con naranjos, hay un par de granjas de cabras que deslucen el paisaje y hay algunas cercas con olivos, en una de las cuales descansaban junto a las mallas de recogida unos aceituneros extranjeros que nos informaron amablemente de la ruta que nos quedaba, aunque lo hicieron con error, pues nos dieron una distancia demasiado corta para la que de verdad nos restaba hasta el pueblo. 
 A sus proximidades llegamos, no más. Era demasiado tarde y aún teníamos que hacer el camino de vuelta.