miércoles, 2 de enero de 2013

Por la cañada de La Mesta



              La cañada Real Soriana Oriental entra en Andalucía por el término de Torrecampo, muy cerca de la ermita de la Virgen de Veredas (que se ubica sobre ella y a la que muy probablemente deba el nombre), y sigue hasta las proximidades de El Guijo, donde se divide en dos ramas, la que continúa hacia el Sur hasta la provincia de Sevilla, que mantiene el apelativo que traía, y la que sigue hacia el Oeste hasta la provincia de Badajoz, denominada, simplemente, cañada de La Mesta. Las cañadas son las vías pecuarias más importantes (75 metros de anchura) y tienen un trazado de Norte a Sur, ya que su función era comunicar los territorios templados del Sur, que se aprovechaban por el ganado durante los meses fríos del año, con las regiones del Norte, que se aprovechaban durante los meses más cálidos. Las cañadas fueron fundamentales en la formación de la personalidad de los territorios por donde pasaban, pues los pastores trashumantes llevaban sus costumbres de un lugar a otro y, por ello, lo fueron también en Los Pedroches, como, entre otros, ha puesto de manifiesto Luis Lepe en su libro monumental sobre la música tradicional de esta tierra.


                Dos de mis amigos y yo anduvimos el pasado domingo por la Cañada de La Mesta y oímos y vimos a cientos de grullas, esas aves gritonas y majestuosas que, en un viaje similar al que hasta los años sesenta del pasado siglo hacían los pastores del norte de España, vienen a nuestros campos a pasar el invierno y vuelven a los territorios del norte de Europa (donde nidifican) cuando llega la primavera.


                Los trenes y los camiones, primero, y los piensos, después, hicieron innecesaria la trashumancia. Ahora, la trashumancia es otra. Ahora que hay medios para fabricar en cualquier parte y que las comunicaciones posibilitan que un producto se pueda poner en las antípodas sin demasiados problemas y en poco tiempo, nuestros jóvenes se ven obligados a tomar el avión para buscarse la vida en los territorios donde nidifican las grullas, para mayor vergüenza de la generación que los trajo al mundo y de los dirigentes de una sociedad que, antes que ponerse de acuerdo para armar una solución, siguen tirándose los trastos a la cabeza, incapaces de la más mínima autocrítica, en un espectáculo que da idea tanto de su incompetencia intelectual como de su miseria moral.


                Para coger la Cañada de La Mesta, hemos tomado la carretera de El Viso a Hinojosa del Duque (CO-136) y nos hemos desviado hacia la derecha en el camino que se abre al pasar el puente sobre el embalse de La Colada, por el que hemos transitado durante unos seis kilómetros. Nada más tomar el camino, me he bajado del coche para hacer unas fotos a los esqueletos de los árboles que hunden sus raíces bajo el agua, desde los que han volado decenas y decenas de aves de distintas clases, aunque otras pocas se han quedado en las ramas, semiocultas en la penumbra gris que provocaban, conjuntamente, la niebla y la escasa luz de la amanecida.


                Como el pantano de La Colada ha partido en dos la cañada de La Mesta, el camino a pie lo hemos iniciado muy cerca del agua. La cañada aquí ha sido respetada en su integridad por los propietarios colindantes, que dedican sus heredades a la ganadería ovina, fundamentalmente, y su enorme anchura tiene una vegetación distinta, de retamas enormes y de algunas encinas, por lo que se dibuja en el ondulado paisaje como una autopista de verde oscuro sobre el verde claro de la hierba. 


                El camino que se abre por la cañada tiene un paso elevado sobre el arroyo del Fresno, en el que conviene detenerse a ver la erosión que el agua ha provocado recientemente en la arenosa ladera del monte y el pequeño salto que da en dos brazos iguales. También conviene hacer un alto en el túmulo del Neolítico que hay señalizado un poco más adelante. En el siguiente arroyo, el llamado de Pozo Burgo, es fácil equivocar la ruta. Nosotros nos equivocamos, de hecho. La cañada hace un giro de noventa grados y sigue hacia el Norte pegada al arroyo, como si su vegetación fuera la que flanquea la corriente, en tanto que otro camino continúa hacia el Oeste con la misma anchura que traía, si bien pasados unos pocos centenares de metros se estrecha considerablemente y, con ello, se alienta la sospecha del error, que alcanza el grado de certeza en cuanto se ve a la derecha, ya separada del arroyo, cómo gatea por las lomas descubiertas de árboles la gruesa línea de arbustos de que está cubierta la cañada, que discurre en paralelo como a medio kilómetro de distancia.


                El error, cuando se trata de elegir caminos, no siempre es negativo. El camino que cogimos es más angosto y por algunos tramos era un auténtico barrizal, pero es más hermoso. En él vimos una suerte de agujero artificial cubierto por una losa de granito cuyo fin no alcanzamos a determinar con certeza y desde él observamos la mayor concentración de grullas, si bien no dejamos de oír su trompeteo y de verlas volar casi en ningún momento. 


                Al cabo de tres kilómetros, el camino termina en la cañada con un giro de esta en sentido inverso al anterior, hacia el Sur. Nosotros iniciamos el recorrido de vuelta en la cañada, que asciende poco a poco una loma en cuya cima hay un vértice geodésico que nos sirvió de mesa para la merienda. Desde ella, se ve hacia el Oeste un territorio yermo y, al fondo, la parte más alta de la imponente torre del homenaje del castillo de los Sotomayor y Zúñiga de Belalcázar, que emergía de la tierra tras los sutiles velos de la bruma.


                Hacia el Sur y hacia el Este la llanura está salpicada de huertos con olivos, de encinas dispersas, de algunos eucaliptos, del blanco de las casas de labor, del marrón de las hazas recién aradas y, casi siempre, de una escuadrilla de grullas que, aquella mañana, trazaba su vuelo oscuro sobre el plomizo claro de las nubes.


                Pronto, las grullas que vimos volverán al Norte para buscarse la vida y dejarán este paisaje sin su alegre griterío y sin los bellos dibujos de su vuelo. También muchos de nuestros hijos viajarán al Norte y dejarán este paisaje sin su formación, sin su talento y sin su alegría. Las grullas volverán antes de que empiece el próximo invierno y su presencia nos complacerá de nuevo. ¿Volverán, como ellas, nuestros hijos al pueblo que los vio nacer? ¿Será empleado en nuestra sociedad el dinero que nos costó formarlos? ¿Se dulcificará la vejez de sus padres con su presencia y la de sus hijos?